jueves, 12 de agosto de 2021

LA PÉSIMA MUERTE DE CAVOUR

Muerte de Cavour (ilustración de Mattani, 1961).
  
La Civiltà Cattolica, revista de los jesuitas de Roma, hizo en la persona de Giovanni Sale SJ el elogio de Camilo Benso, conde de Cavour, en el 160.º aniversario de su muerte. No encontraron mejor modo de hacerlo que acercándolo al mayor jesuita de todos: Francisco Bergoglio. Así reseñó Riccardo Cristiano en THE GLOBALIST el artículo de Sale, publicado en los cuadernos 4107-4108.
FRANCISCO Y CAVOUR: TAN LEJANOS EN EL TIEMPO, PERO TAN CERCANOS EN CREER EN LA LAICIDAD DEL ESTADO
Riccardo Cristiano
6 de Agosto de 2021
   
En el 160.º aniversario de la muerte de Camilo Benso conde de Cavour La Civiltà Cattolica escogió una de sus firmas más prestigiosas, el padre Giovanni Sale, para tejer el gentil elogio de aquel que para muchos es el verdadero padre de la Patria y que el padre Sale presenta de súbito como el artífice de la conversión del Estatuto albertino: “casi a la letra, reservaba el poder ejecutivo al rey, el cual sin embargo lo ejercía a través de un primer ministro, que respondía de su obra solo a él y no a las asambleas representativas. El conde piamontés supo hacer del Parlamento regio, que en la carta tenía funciones limitadas, el lugar donde se tomaban las decisiones más importantes del Estado. En este modo la asamblea parlamentaria constituyó un potente contrapeso al superpoder regio, esto es, a su absolutismo, y a las fuerzas reaccionarias y conservadoras que dominaban los consejos de la corona, sin nunca menoscabar o poner en discusión la autoridad del rey”.
    
Es una primera revisión centrada e importante que prosigue en la lectura de los dos bastiones de su programa: en política interna el compromiso, arte hoy poco apreciado, que supo usar para alargar el consenso y por tanto la atención al contexto europeo, otra virtud que hoy algunos olvidan, para llevar al Piamonte en el consenso de las grandes potencias, indispensable para obtener apoyo a su visión de unificación nacional: “Cavour, en resumen, haciendo «grande» el Piamonte en Europa, intentaba también allanar el camino a una unificación nacional en dirección piamontesa, sepultando para siempre el viejo sueño neoguelfo –que en el pasado fue propugnado por algunos liberales católicos– de una confederación italiana guiada por el Papa o cualquier otro proyecto «unitario» que no tuviese en la monarquía saboyana su centro propulsor”. Recordando que Cavour eligió el modelo centralista y no el regionalista que en la situación temporal habría podido favorecer las presiones divisivas se lee: “Aquel que hizo la Italia […]  hablaba y escribía en francés, y no tuvo nunca demasiada familiaridad con el idioma de Dante: parece que se hiciese corregir en buen italiano los textos que después habría leído en el Parlamento. Aunque viajó mucho en Europa, conocía poquísimo la Italia: no salía más al sur que Florencia, y no visitó ni Roma ni Nápoles”.
     
Pasando a los temas relativos a la religión, el padre Sale lo presenta como un deísta, esto es, un racionalista que ponía en segundo plano la revelación, pero que siempre tuvo respeto de la Iglesia, cuya función “deseaba que fuese restringida al solo ámbito espiritual, si bien a veces fuese obligado a combatirla, no tanto para aniquilarla, sino para hacerla más homogénea a una sociedad y a un Estado de tipo liberal, disminuyendo los privilegios y las riquezas. No puso nunca en discusión el artículo 1.º del  Estatuto del Reino, que reservaba a la religión católica el puesto de religión única y oficial”. Cuando Víctor Manuel II fue proclamado rey de Italia, Pío IX dijo a los cardenales que no podía consentir la “vandálica expoliación”, como el Vaticano reafirmó en la nota de protesta enviada a todas las cancillerías: “Cavour afirmó que en el nuevo orden europeo e italiano el poder temporal de los Papas había devenido ahora anacrónico y no constituía más una garantía eficaz de independencia y libertad para el Pontífice, el cual, para asegurar la incolumidad del propio Estado, habría debido confiarse –como de hecho sucedió en los últimos tiempos– a «tropas extranjeras y depender de Estados seculares». Cavour sostenía que la libertad de la Iglesia en la nueva Italia podía ser asegurada solamente por una efectiva separación entre la Iglesia y el Estado, según el principio «Iglesia libre en Estado libre», entonces adoptado por los católicos liberales en Bélgica en 1830, para defender la libertad de la Iglesia de las injerencias de las nuevas monarquías restauradas”.
    
Sorprende hoy leer un pasaje de Cavour que parece ponerle en boca cuanto ha dicho Francisco respecto a la indispensable laicidad del Estado: “La más grande desventura para un pueblo, él dice, es la de «ver reunidos en una sola mano de sus gobernantes el poder civil y el poder religioso».”  Si no son las mismas palabras, poco importa. Los tiempos cambian, pero se necesita tiempo para entender: para  Pío IX,  Cavour era “antipapa y casi enemigo de Jesucristo”. Y se llega a un particular muy importante, la excomunión mayor para aquellos que habían cooperado con la expoliación del Papa sin citar personalmente ni a Cavour ni al rey. También Cavour, que “ya durante la enfermedad se aseguró los auxilios religiosos en punto de muerte. Estos de hecho fueron administrados por el padre capuchino Santiago de Poirino, el cual sin embargo no pretendió de él ninguna retractación. Advertido de la cosa, Pío IX llamó a Roma al capuchno y lo invitó a reconocer su culpa. Santiago de Poirino no quiso admitir haber actuado contra las leyes de la Iglesia y, como sanción, el Papa lo privó de la facunltad de confesar y lo suspendió de las funciones parroquiales”.
     
Pero el punto relevante es otro, es la cita de cómo la misma Civiltà Cattolica estuviese al tiempo en primera línea contra la peste liberal, citando aquellos que fueron llamados “los verdaderos católicos, los únicos que cuentan”, respecto a aquellos a los cuales hacía apelo Cavour. Es este el pasaje conmovedor de este artículo: la superación de la intransigencia católica no es precisamente de hoy, es materia ganada por décadas y décadas,  mas aquel “verdaderos católicos” tiene sentido aún hoy y merece ser entendido totalmente. De hecho el padre Giovanni Sale recuerda que La Civiltà Cattolica publicó un artícolo del católico francés [Charles de] Montalembert, un escrito vehemente contra Cavour: “Vuestro liberalismo –escribe Montalembert– nada tiene que ver con el mío: y por consiguiente me es dulce el creer [...] que mi liberalismo más que nunca perseverante y convencido, nada tiene que ver con aqueste vuestro, tan justamente vituperado por el Sumo Pontífice». El contenido abierta y decididamente apologético –sobre todo en partes de reconstrucción histórica– del largo escrito de Montalembert a veces sobrepasa la realidad de los hechos y la verdad de la confrontación. Así viene debilitada la causa que él intenta defender. Sorprende, además, que no haya frecuentemente ni una palabra en defensa de los ordenamientos constitucionales –ya en vigor en el nuevo Estado unitario– de parte de uno de los mayores sostenedores en la Francia de la causa constitucional”.
   
Extraordinario: como lo es que hoy sea La Civiltà Cattolica quien recuerde a Cavour, un italiano atípico, que merecía ser recordado con gentil trato en un País que debería redescubrir la importancia del compromiso y el consenso internacional.
  
Bueno, hace 160 años el corresponsal de La Civiltà Cattolica para los Estados Sardos no se acobardó en decir la verdad que la prensa seglar no quería: Cavour, que vivió como enemigo de la Iglesia (fue francmasón, y si bien se desconoce fecha y lugar de iniciación, sí se sabe que ayudó a la fundación de la logia “Ausonia” y del Gran Oriente de Italia el 8 de Octubre y el 20 de Diciembre de 1859 respectivamente), murió impenitente con la peor muerte de todas: no tanto la malaria (que lo condujo a la tumba el 6 de Junio de 1861, Octava del Corpus Christi y fiesta del Milagro Eucarístico de Turín, a las 6:45h), sino privado de la eficacia de los Sacramentos que sacrílegamente recibió.
Una cosa no quieren ahora los liberales que se diga: y es que la muerte del Conde de Cavour fue un castigo de Dio y un aviso a sus cómplices. Que aquella muerte fuera para la Italia liberal una grande desventura, esto lo conceden fácilmente los liberales. Mas que esta desventura proceda de Dios justamente airado por tantos delitos, esto no lo quieren conceder absolutamente; y por cuanto pueden prohíben que se diga, y si pudiesen, prohibirían también que se pensase tal. Que Dios proteja a la Italia porque permite un momentáneo triunfo a sus devastadores, esto los liberales permiten que se diga, y pretenden aún que se cante cuando encuentran a quien lo quiera cantar; pero que Dios castigue a la Italia liberal cuando fulmina de muerte repentina e inesperada a su héroe, mientras precisamente tantas iglesias cristianas se hacen eco aun de las preces sacrílegas, donde la hipocresía liberal las había profanado, esto no quieren los liberales que se diga. Quisieran los liberales que la ley de no intervención, si pudiesen, se aplicase también a la Providencia.
    
Aunque se haya muerte que lleve clarísimamente la impronta de una venganza celestial, esta es la muerte del Conde de Cavour. Apenas seis meses ha que él interrogaba a la Cámara sarda, diciendo: «¿Sabéis qué sucederá en Europa dentro de seis meses?». Y el ministro intentaba prometer que dentro de seis meses vendría a Roma. Pero en cambio dentro de aquel tiempo Dios quiso que Cavour estuviese en el sepulcro. En la misma Cámara sarda y en los diarios de su partido, él dejaba entrever no oscuramente la rea esperanza de un pronto cambio de Pontificado. Pero en su lugar Dios quiso que sucediese un cambio de gobierno en Turín. Robado el suyo al Papa, se pretende que el clero engañase a los fieles, invitándoles a agradecer impíamente a Dios en sus mismos templos por la sacrílega rapiña. Y aquellos cánticos aún no habían acabado, que ya a los Te Deum sucedían, y Dios quería que no con igual hipocresía, los De profúndis. Tanto es verdad que extréma gáudii luctus occúpat! Queriendo después el Gobierno sardo vengarse del clero católico, que, en su inmensa mayoría, no quiso el dos de Junio prostituir su ministerio, dirigió sus represalias contra el mismo Cristo Sacramentado; casi entendiendo que Cristo era precisamente el enemigo con que tenía que enfrentarse, y prohibió que las autoridades constituidas asistiesen a la solemne procesión del Corpus Christi. Pero el mismo día del Corpus Christi caía enfermo el Jefe del Ministerio sardo, y pocos días después, aquellas autoridades constituidas procedían tristemente a la solemnidad de sus funerales.
    
Cayó pues enfermo el Conde de Cavour el día del Corpus Christi; y al comienzo parecía poca cosa su enfermedad. Recayó gravemente en la aurora del día dos de Junio, cuando toda la Italia liberal se preparaba para festejar oficialmente, como mejor podía, su informe unidad. Murió la octava del Corpus Christi, día de aniversario en Turín del célebre milagro, por el cual Turín se llama la ciudad del Santísimo Sacramento [1].
    
Ahora, he aquí lo que sobre esta muerte se nos escribe desde Turín en nuestra acostumbrada correspondencia: «La muerte del Conde de Cavour es el hecho capital de estos últimos días, y por esta comienzo mi correspondencia. El 27 de Mayo el señor [Urbano] Rattazzi, presidente de la Cámera, abría a expensas del pueblo las salas del Parlamento a reunión vespertina, invitando a muchísimas personas. Y el Conde de Cavour tomaba gran parte en la conversación, y era el alma y el ídolo de la sociedad. Sobrepasados apenas los cincuenta años, y de robustísima salud, parecía que debía tener una vida larga. La tarde del 29 de Mayo, después de haber almorzado, estaba fumando un cigarro en el balcón de su casa, cuando improvisamente cayó como muerto. Lo transportaron al lecho, le hicieron muchas sangrías y parecía que se recuperaba. Pero el 2 de Junio, fiesta de la Unidad nacional, se agravó en muerte, y la mañana del 6 no era más. Él murió el día del milagro del Santísimo Sacramento acaecido en Turín en 1453; milagro el cual, que sus amigos solían ridiculizar, el Municipio turinés este año no festejar más interviniendo en la Procesión. Tuvo Turín en aquel día que cerrar las bodegas para deplorar la muerte del Conde de Cavour, mientras que no quiso cerrarlas para agradecer y honrar a Jesucristo Sacramentado. El Municipio, que no quiso intervenir en la Procesión del Corpus Christi, debió intervenir en los funerales del Conde de Cavour. Diríase lo mismo de los magistrados. Un miembro de la Magistratura decía alegre a un amigo mío: «Este año no vamos a procesión». Empero que el Ministro había hecho una circular en la cual liberaba a los magistrados de la obligación de tomar parte en la procesión del Corpus Christi. Después de los funerales del Conde de Cavour este mi amigo encontró al Magistrado y le dijo: «¡Sin embargo, fuiste a procesión!». Y él enmudeció.
   
El Párroco de la Virgen de los Ángeles, a cuya parroquia pertenecía el Conde de Cavour, era el padre Ignacio de Montegrosso, hombre de mucha piedad, de gran doctrina y de coraje heroico. Pero por esto viene perseguido, expulsado de Turín y relegado en Cúneo. La Parroquia no tuvo en adelante párroco propiamente dicho, sino un rector en la persona del padre Santiago de Poirino. Este acostumbraba muy familiarmente la casa Cavour, tanto que fue llamado al lecho del moribundo. ¿Se confesó este? No se sabe. La tarde del 5 de Junio se llevó solemnemente el Sagrado Viático al Conde de Cavour. ¿Lo recibió? No se sabe. Lo que se sabe, está en el contenido de la carta que el marqués Gustavo de Cavour ha dirigido al Nationalités, en respuesta a la Gazette de France. He aquí la carta traducida del texto francés:
«Turín, 20 de Junio. Señor Redactor. El artículo de la Gazette de France, que Vd. me envió, contiene graves inexactitudes sobre las circunstancias que han acompañado los actos religiosos con que mi amado hermano quiso consagrar los últimos momentos de su carrera mortal. Es absolutamente falso que él haya hecho, o le fuese impuesta antes de su muerte, una retractación formal en presencia de dos testigos. Es falso también que fuese pedida por telégrafo a Roma una última absolución al Sumo Pontífice. Es falso que nuestro curato, que lo ha asistido amablemente en su lecho de muerte, sea poco después llamado a Roma. Este digno eclesiástico, al cual mi hermano concedía mucha estima y simpatía, no ha dejado Turín desde el día fatal del 6 de Junio, y celebrará mañana en su iglesia parroquial un servicio solemne en memoria de su antiguo parroquiano. Agradezco, señor, la expresión de mis sentimientos de perfecta consideración. G. de Cavour». [2]
Así como la población fue altamente golpeada por la muerte del Conde de Cavour, así los revolucionarios buscaron distraerla de este pensamiento con la pompa de los funerales, que se celebraron solemnísimamente la tarde del 7 de Junio. Pero salido de casa el cadáver, vino de agua el diluvio, y el cielo no se serenó sino cuando las exequias fueron acabadas. L’Opinione dijo que también el Cielo lloraba al ilustre extinto. Si no lloviese, habría escrito que el bello sol de Italia iluminaba por última vez aquellas reliquias. La Majestad del Rey ofreció las tumbas reales de Superga para acoger los restos del Conde de Cavour; pero la familia rehusó y, según sus deseos, fue sepultado en el castillo de Santena perteneciente a la misma. En los dos días siguientes a la muerte de Cavour, Turín fue dominada por un grave terror. Se estableció hacer una demostración contra L’Armonia, suponiendo que iba a hablar mal del difunto. En cambio, L’Armonia hizo elogios, porque siéndole llevado el Santísimo Sacramento, supuso que se había retractado como era necesario. Y después las laudes de L’Armonia consideraban algunos hechos particulares, que ella relataba, y no se podían extender más allá de aquellos hechos. De todos modos, la revolución estuvo muy contenta por aquellas loas, y mostró que ella misma apreciaba los juicios del honesto y católico diario. Tales y tantas fueron las ventas de aquel número de L’Armonia, que las copias se vendían hasta a dos liras».
   
Hasta aquí nuestro corresponsal. Y aquí por mucho idas ahora escabullidas, gracias a la carta del señor Marqués Gustavo, todas las esperanzas de los buenos, los cuales creyeron por un instante que el Conde de Cavour se hubiese retractado. En tales esperanzas, aunque fuesen tan tenues, todos los católicos participaron, hasta que no las disipó la evidencia en contrario. Y así como esta evidencia no se tenía cuando fue escrito y publicado el folio precedente de este cuaderno, por eso en el artículo aquí sobre impreso habrán visto nuestros lectores algunos indicios. Pero ahora, después de la carta del Marqués Gustavo, es demasiado evidente que Cavour murió sin querer, y tal vez sin poder, hacer nada de lo que el Sumo Pontífice Pío IX ordenó que todos los confesores requiriesen de sus penitentes puestos en las circunstancias de Cavour. La orden del Santo Padre está en la Bula de excomunión mayor, lanzada el día 26 de Marzo del año pasado contra cuantos cooperaron para invadir y usurpar el Estado Pontificio. Y no será mal copiar nuevamente aquí algunas partes:
«Ítaque (dice el Sumo Pontífice) ítaque, post Divíni Spíritus lumen privátis públicisque précibus implorátum, post adhíbitum seléctæ VV. FF. NN. S. R. E. Cardinálium Congregatiónis consílium, Auctoritáte Omnipoténtis Dei et Ss. Apostolórum Petri et Páuli ac Nostra dénuo declarámus, eos omnes, qui nefáriam in prædíctis Pontifíciæ Nostræ Ditiónis Provínciis rebelliónem et eárum usurpatiónem et invasiónem et ália hujúsmodi, de quíbus in memorátis Nostris Allocutiónibus die XX Júnii et XIVI Septémbris superióris anni conquésti sumus, vel, eórum áliqua perpetrárunt, ítemque ipsórum mandántes, fautóres, adjutóres, consiliários, adhæréntes vel álios quoscúmque prædictárum rerum executiónem quólibet prætéxtu et quóvis modo procurántes, vel per seípsos exequéntes, Majórem Excommunicatiónem, áliasque censúras ac pœnas ecclesiásticas a sacris Canónibus, Apostólicis Constitutiónibus, et Generálium Conciliórum, Tridentíni præsértim (Sess. XXII, Cap. XI de reform.) decrétis inflíctas incurrísse, et si opus est, de novo Excommunicámus et Anathematizámus; item declarántes, ipsos ómnium, et quorumcúmque privilegiórum, gratiárum, et indultórum sibi a Nobis, seu Románis Pontifícibus Prædecessóribus Nostris quomódolibet concessórum amissiónis pœnas eo ipso páriter incurrísse; nec a censúris hujúsmodi a quóquam, nisi a Nobis, seu Románo Pontífice pro témpore existénte (prǽterquam in mortis artículo, et tunc cum reincidéntia in eásdem censúras eo ipso quo convalúerint) absólvi ac liberári posse; ac ínsuper inhábiles, et incapáces esse, qui absolutiónis benefícium consequántur, donec ómnia quomódolibet attentáta públice retractáverint, revocáverint, cassáverint, et aboléverint, ac ómnia in prístinum statum plenárie et cum efféctu redintegráverint, vel álias débitam, et condígnam Ecclésiæ ac Nobis, et huic Sanctæ Sedi satisfactiónem in præmíssis præstíterint: Ídcirco illos omnes étiam specialíssima mentióne dignos, nec non illórum successóres in offíciis a retractatióne, revocatióne, cassatióne et abolitióne ómnium, ut supra, attentatórum per se ipsos faciénda, vel álias débita et condígna Ecclésiæ, ac Nobis, et dictæ Sanctæ Sedi satisfactióne reáliter et cum efféctu in eísdem præmíssis exhibenda, præséntium Litterárum, seu álio quocúmque prætéxtu, mínime líberos et exémplos, sed semper ad hæc obligátos fore et esse, ut absolutiónis benefícium obtínere váleant, eárundem tenóre præséntium decérnimus et páriter declarámus» [Por estas causas, después de haber invocado al Espíritu Santo por medio de rogativas públicas y particulares, despues de haber consultado a una escogida Congregación Cardenales, Nuestros Venerables Hermanos: por la Autoridad del Dios Todopoderoso, por la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y por la Nuestra, declaramos, que todos los que se han hecho culpables de la rebelión, de la invasión, de la usurpación y otros atentados, de que Nos quejamos en Nuestras susodichas Alocuciones de 20 de Junio y 26 de Septiembre; todos sus afiliados; fautores; consejeros o adherentes; todos los que, en fin, han facilitado la ejecución de esas violencias, o las han ejecutado por sí mismos, han incurrido en Excomunión Mayor y otras censuras y penas eclesiásticas decretadas por los Santos Cánones y Constituciones Apostólicas, por los Decretos de los Concilios Generales, y particularmente del Santo Concilio de Trento, (Ses. XXII de reforma), y en caso necesario los Excomulgamos y Anatematizamos de nuevo, declarándolos desde luego, privados de todo privilegio e indulto concedido, de cualquier manera que sea, tanto por Nos, como por Nuestros Predecesores; queremos que no puedan ser desligados ni absueltos de estas censuras por otra persona que Nos o Nuestro Sucesor (excepto sin embargo en el artículo de la muerte, volviendo a caer en las censuras, si convaleciesen); los declaramos incapaces e inhábiles para recibir la absolución hasta que hayan públicamente retractado, revocado, borrado y anulado todos sus atentados, hasta que hayan plena y efectivamente restablecido todas las cosas en su primitivo estado, y hayan previamente satisfecho a la Iglesia, a la Santa Sede, y a Nos por medio de una penitencia proporcionada a sus crímenes. Por esto es, por lo que establecemos y declaramos, por el tenor de las presentes, que no solamente los culpables, de que se hace mención especial, sino que ni sus sucesores a los puestos que ocupan, podrán jamás en virtud de las presentes, bajo cualquier pretexto que sea, creerse exentos y dispensados de retractar, revocar, borrar y anular lodos sus atentados, ni de satisfacer real y efectivamente ante todo, y como conviene a la Iglesia y a Nos; queremos al contrario, que por el presente y para el porvenir conserve esta obligación su fuerza, si es que alguna vez quieren obtener el beneficio de la absolución].
Estando en las voces más ciertas que ahora corren, parece que Cavour, mientras que tuvo el uso de la razón, no pensó ni en la muerte, ni en el confesor, ni en los sacramentos, sino en los negocios. Perdido de hecho el uso de la razón, y desesperado de los médicos y ya medio cadáver, llegó el que hacía función de párroco, llamado por la familia, el cual le llevó el Santísimo Sacramento. El cual fue enseguida llevado a la cámara con nuevo rito, pero no se ha podido dar al enfermo. Y esto por dos razones. Primero porque ninguna liturgia, ninguna moral, por más relajada que sea, permiten que se dé el Santísimo Sacramento a quien esté en delirio. Segundo, porque aun cuando el Conde hubiese sabido lo que hacía, no habiéndose retractado, estaba notoriamente golpeado por la excomunión mayor e incapaz de todo sacramento.
    
De la muerte del Conde de Cavour una cosa sola es cierta: que él murió sin retractarse. De resto, no se sabe nada. ¿De qué enfermedad murió él? Quién dice de apoplejía, quién de tifo, quién de podagra, quién, como L’Opinione, de enfermedad misteriosa. Los unos lo hacen morir de dolor, muerto por una carta de Napoleón III que negaba reconocer el reino de Italia. Ha La Nazione de Florencia, extrañamente a sus costumbres, inclinado más que todo a creer que murió de consolación, muerto por una carta de Garibaldi. «De persona dignísima de fe me viene comunicado (escribe a La Nazione el día 13 de Junio un corresponsal suyo de Turín) que, pocos días antes de la enfermedad del Conde de Cavour, el General Garibaldi le escribió una carta absolutamente amigable, tanto que el Ministro no podía volver en sí». Y de hecho nunca volvió en sí.
    
Pero estas son noticias para poner juntos con todas aquellas otras de los tantos discursos que Cavour pronunció en sus últimas horas: si creyésemos a los diarios, Cavour nunca habría hablado tanto como en el artículo de muerte. No hay cosa útil de saberse o decirse que él, estando a los folios, no había dicho o por locura o en delirio.
   
Los liberales, que tenían una gran ira por desfogar, no pudiéndola tomar con Dios que está demasiado arriba, habían querido tomarla con sus ministros en la tierra, si la Providencia no hubiese permitido que el clero, primero en Turín y luego en otras partes, fuese engañado sobre la cualidad de la muerte de Cavour. Nosotros no queremos aquí hacer juicio sobre quién fue causa del engaño, y podremos aún decir, del escándalo. Pero lo cierto es que los liberales habrían sufragado el alma de su jefe con nuevos sacrilegios y con nuevos delitos, si hubiesen hallado en el clero la menor oposición a rendir al cadáver de Cavour aquellos fúnebres honores que la Iglesia niega a quien muere, al menos con todas las apariencias exteriores, fuera de su seno.
   
El efecto producido por esta muerte en la Italia liberal no se puede expresar sino con decir lo que es verdadero en todos sentidos; esto es, que los liberales han perdido la cabeza. No entretendremos a nuestros lectores con el largo catálogo de los honores que se rindieron a la memoria del difunto, o se están rindiendo, en toda ciudad y en toda tierra del país sometido al Gobierno sardo, y a la influencia liberal por toda Europa. El Rey de Cerdeña ofreció a Cavour la tumba en Superga, junto a las de los Príncipes de su casa que no reposan en Altacomba vendida por Cavour a la Francia. Muchos otros ilustres cementerios italianos se ofrecieron a albergar los restos del ministro. Los monumentos que a su memoria se quieren elevar hasta ahora son muchísimos. Sobre ellos la adulación contemporánea pondrá muchos y distintos epígrafes: mas la historia imparcial se contentará de escribir: «deshizo el Piamonte, no hizo la Italia».
  
NOTAS
[1] El 6 de Junio de 1453, una custodia que contenía el Santísimo Sacramento y había sido robada de la iglesia de San Pedro Apóstol de Exilles en el marco de la guerra entre el duque Ludovico Sforza de Milán y el Delfinado, se salió del costal en que la llevaba uno de los sacrílegos ladrones, y flotó milagrosamente en la Plaza de las Hierbas frente a la iglesia de San Silvestre de Turín, y solo descendió la Sagrada Forma (previa caída del ostensorio) cuando el obispo Ludovico da Romagnano elevó un cáliz para recibirla, y posteriormente fue llevada en solemne procesión a la catedral. En recuerdo de ese milagro, se hizo construir primero una capilla y posteriormente la Basílica del Corpus Dómini; y en 1835, a instancias del rey Carlos Alberto de Saboya, la Sagrada Congregación de Ritos aprobó en 1835 Misa y Oficio propio en honor de este Milagro. Pío IX celebró en 1853 el IV centenario de este Milagro, en presencia de San Juan Bosco y el padre Miguel Rúa Ferrero.
   
[2] El historiador Rafael María Molina Sánchez relata que el conde de Cavour, además de estar incurso en el anatema, no abjuró de su pertenencia a la masonería ni de su persecución a la Iglesia, recibió sacrílegamente los últimos Sacramentos de manos del padre Santiago de Poirino (en el siglo Giovanni Luigi Marrocco Fabar), OFM Ref., vicario parroquial de Santa María de los Ángeles de Turín y antiguo revolucionario. Luigi Fransoni, arzobispo de Turín exiliado en Lyon, reprochó tal conducta del fraile, quien fue llamado a Roma el 23 de Julio de 1861. Luego de ser escuchado del General de su Orden Bernardino Trionfetti de Montefranco, de Pío IX y del Santo Oficio, fue suspendido a divínis ese mismo año, pena que le fue levantada en 1884 por León XIII, después que fray Santiago pidiese humildemente perdón por ello. Ver la voz Santiago de Piorino (Giacomo da Poirino) en el Dizionario Biografico degli Italiani. Sobra decir que la publicidad modernista contemporánea valora mucho esta “santa” muerte en la “fe” del Conde de Cavour.

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