lunes, 13 de septiembre de 2021

RELIGIÓN Y SENTIMIENTO

Traducción del artículo publicado por Aurelio Porfiri en GLORIA NEWS.
   
No hay duda que el sentimiento religioso envuelve todo nuestro ser, facultad racional y sentimiento. Nuestra Fe Católica afecta todo lo que somos, y no podía ser de otra manera.
     
Pero debemos tener mucho cuidado de ahogar la religión en sentimiento, lo cual frecuentemente resulta en sentimentalismo. Aun cuando podemos aceptar que cierta parte del cuerpo místico acentúa este aspecto, no podemos asegurar que esto devenga el principio prevalente que anima nuestra fe.
  
  
El padre Antonio Rosmini Serbati (1797-1855) ya había observado esto en su Historia de la Impiedad cuando dijo:
«Benjamin Constant pretende demostrar que el sentimiento religioso, natural al hombre, es el principio de todas las religiones, que, a sus ojos, no son más que manifestaciones de ese sentimiento. Porque ese sentimiento intenta manifestarse, pero nunca consigue expresarse completamente, porque todas las formas externas que encuentra le son inadecuadas, y siempre queda algo inmenso, algo infinito, que no puede circunscribirse, y no puede ser representado. Luego, de acuerdo a Constant, todas las religiones están en un estado constante de fluidez, y ninguna consigue una forma estable. Las formas exteriores que toma el sentimiento religioso devienen demasiado estrechas luego de algún tiempo; y entonces el sentimiento las descarta, y busca unas nuevas más dignificadas y más amplias, las cuales a su vez rechaza y busca otras mejores».
    
En síntesis, seríamos condenados a un cambio continuo y a una continua evolución de nuestra fe, sin tener nunca certezas o fundamentos firmes. ¿Y qué tipo de fe es esta? ¿Es lógico que la vida descanse en fundamentos tan frágiles?
    
Este confinamiento del fenómeno religioso en el interior del hombre, el principio de inmanencia, fue una de las aristas del modernismo y San Pío X lo entendió lúcidamente y con gran penetración intelectual en Pascéndi:
«Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital. El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino».
      
  
Ahora, no pensemos que los modernistas han rechazado este principio… ¡para nada! De hecho, en el famosísimo El Programa de los Modernistas, publicado anónimamente en respuesta a la Pascéndi pero principalmente obra de Ernesto Buonaiuti se lee:
«Es verdad que nuestros postulados estan inspirados por principios inmanentistas porque todos ellos parten del presupuesto que el sujeto no es pasivo en sus operaciones cognitivas y religiosas sino que extrae de su propio ser espiritual tanto el testimonio de una realidad superior cuya presencia percibe, y su formulación abstracta. Pero ¿es el principio de inmanencia vital ese principio deletéreo que la Encíclica parece asumir?».
   
¡Por supuesto! Yo habría respondido a Buonaiuti y los otros autores del documento, porque si uno afirma que el sujeto es casi un creador del fenómeno religioso, implica que Dios no es independiente de Su creación y es casi una emanación suya. Al contrario, si el universo no existiera, Dios seguiría siendo Dios.
   
Este es el problema que enfrentamos cuando reducimos la religión al sentimiento religioso, el dogma a la mutabilidad, y la doctrina a las modas pastorales.

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