Bastante tenemos que decir de nuestras lecturas: «A mí, no me hace nada». — Ella nos hace alguna cosa, con la sola condición para nosotros de comprender lo que leemos, y hallar las ideas; porque ellas nos inclinan a los actos correspondientes.
La experiencia es de acuerdo con la teoría, y es de los libros sobre todo que hace repetir: «Dime qué persigues, y te diré quién eres». Es un hecho que «los escritores hacen a sus lectores a su imagen… Voltaire hizo a los volterianos, Gœthe a los vertherianos, Byron a los byronianos, Leopardi a los leopardistas, Lamartine a los lamartinianos, Hugo a los hugólatras, Sand a los Sandistes, Tolstoi los tolstoyanos [1]». Maurice Talmeyr, muy duramente [2], nos recuerda cómo se amasa «el espíritu popular» con la «novela de folletín», y «cómo se fabrica la opinión» con la prensa. No se puede además negar el poder de la prensa. Ella es, mucho más que el dinero, la reina del mundo moderno; o por lo menos, el dinero no tiene el medio de apoyar al rey que comprar la prensa [3].
Es que en efecto, a parte de excepciones prodigiosamente raras, cada uno se deja llevar por su diario, arregla según él sus votos y su actitud; es pues el diario que hace las grandes corrientes políticas, como es la ley de la gravedad que drena por todos lados las gotas de agua y hace los ríos.
Una élite no se contenta con el diario, lee, aparte de la plebe, las revistas o los libros; ella conserva la traza, como las fuentes termales conservan las tierras donde han pasado. «No hay uno de nosotros que, descendiendendo al fondo de su conciencia, no reconozca que no ha estado totalmente haciendo lo mismo, si no lo que ha leído en tal o cual obra» [4]. Para muchos, es muy poco decir: no son totalmente los mismos; su vida ha sido cambiada por completo [5]. Si creemos en sus confesiones, su correspondencia o sus memorias, es en la lectura que la mayor parte de los hombres, célebres en el bien o en el mal, han encontrado su vocación: es ella la que ha hecho a San Agustín y a San Ignacio de Loyola; es ella la que ha hecho a George Sand y a Alfred de Musset, como también es la que ha hecho a Jean-Baptist Troppmann, Ravachol y tantos otros asesinos de gran envergadura; es ella también la que continúa a nuestros ojos llenando de clientes la cárcel y la guillotina. «“¡Las malas lecturas me han traído aquí!”, todos los directores y capellanes de prisióm, todos los magistrados han recogido confesiones de este tipo» [6]. Frente a un delito o a un suicidio, «para investigar la causa, no basta decir: “buscad la mujer”, frecuentemente conviene buscar también el libro» [7]. «Los libros son los más insignes bienhechores o malhechores de la humanidad» [8].
Los cuales, para el bien o para el mal, ¿cuáles son los más influyentes, los de doctrina o los de imaginación?
En sí, son los primeros. Jean Jacques Rousseau, por ejemplo, Emmanuel Kant, Charles Darwin, Auguste Comte, Karl Marx, han pesado sobre su siglo e influencia a la cual ningún novelista sabría pretender. Son las ideas, en definitiva, que mueven el mundo; porque son ellas que abren la vista a los sentimientos y a los actos, y fijan su dirección. Aun cuando las costumbres son malvadas, si los principios permanecen intactos, ellos ofrecen siempre a la libertad, obrando en mejores horizontes, el medio de cambiar el camino; si, al contrario, las mismas doctrinas son corrompidas, el espíritu y los sentidos se encaminarán al precipicio, todo camino está cerrado al arrepentimiento. El malhechor literario que corrompe los principios es pues más pernicioso que el que corrompe las costumbres; y si se trata del escritor y del alcance social y lejano de su obra, que hace poner el libro de doctrina, en talento igual, más lejos del libro de imaginación.
Pero si se trata del lector y del efecto inmediato y fatal de una lectura sobre su conducta, es el libro de imaginación, en lo ordinario, quien lo supera. La imagen, de entrada, es, para la mayor parte de los lectores, el único vehículo de la doctrina. Rousseau, Kant, Darwin, Comte, Marx y otros han tenido una influencia profunda sobre las masas, sí; pero la mayor parte de los que la tuvieron nunca han abierto las obras de estos escritores y puede que no sepan más que su nombre. Ellos no van a beber esta doctrina de sus fuentes, sino de los canales derivados, en los libros de acceso más fácil donde los han diluido los literatos. Prácticamente, ella no puede ser asimilable a la masa bajo su forma más primitiva. Ella habría tenido una necesidad de ser meditada en el recogimiento, en pequeñas dosis, con una larga perseverancia.
Ahora, los lectores, al menos de nuestros días, no meditan nada; no se ama tanto el esfuerzo y se tienen demasiados libros; se revolotea, se liba más; se lee por casualidad y a la carrera; el dedo, sin detenerse, cambia las páginas, la mirada apenas se desliza sobre las palabras y el espíritu no puede tomar sino las ideas a flor de los sentidos. Así es la novela que está en boga [9]. Pero, precisamente es esta que, todas las cosas iguales por demás, tiene más influencia sobre las acciones.
Porque las ideas que agita están a flor de los sentidos, ellas retornan muy pronto; todo el arte del novelista consiste en poner su idea en imágenes, en sensibilizar, en hacer marchar, en hacer vivir, por ende encarnar; él la enmarca también en una serie de medios, de personas y de gestos diferentes; la repite en un desfile de episodios dramáticos, en los diálogos encendidos donde todas las pasiones cantan toda su gama, y deviene así rica y compleja. Es pues en favor de tal idea un coeficiente de fuerza psicológica enorme
(Tabla, pág. 121, 1, 1 § ), y está mal venir a decir de estas lecturas: «A mí, eso no me hace nada». Es fatal que esto se haga.
Por otra parte, más que el coeficiente del sujeto (pág. 122,
I, 2.º) es fatalmente aumentada aquí toda su irreflexión. Las ideas o incluso las doctrinas entran en la conciencia directamente, tras los hechos imaginarios que se desarrollan, sin ser discutidos ni mucho menos remarcados, y hallan su lugar en su fantasía. Ella puede llevar más lejos, sobre todo en las consiencias en síntesis inacabadas o frágiles, de los seres jóvenes o impresionables; y, si no tomo esta decisión por mi cuenta, por lo menos comprendo los sabios, como el sr. René Bazin [10],
o los otros en sus días de sabiduría, como
Jules Janin [11], declarando que no tenían novelas escritas para la juventud, y en la práctica defendía la lectura de sus propias obras, incluso las más sanas, incluso sus «buenas novelas» [12].
Las «buenas novelas» en realidad son aquellas que, representando la pasión en lucha con el deber y la virtud de frente a la tentación, se proponen hacer triunfar la virtud. ¿Mediante cuáles métodos garantizan la vivtoria? Suprimiendo las tentaciones o el tentador en el momento oportuno, o dando al héroe una copiosa provisión de heroísmo. Ahora, nada más fácil sobre el papel: pero en la realidad vivida si llevado por aquellos ejemplos del feliz suceso, el joven, la joven quiere tentar en su propio corazón las mismas experiencias, el caso no será tal vez otro tanto complaciente ni el corazón tan fácilmente heroico. Para afrontar el peligro no basta que el novelista se preocupe de quemar de cuando en cuando, en honor de la virtud, el pálido incienso de pocos silogismos. El humo del incienso se evapora al primer cambio de página, y las imágenes perturbadoras quedan, acompañando al héroe en las complejidades de la vida; resulta una idea encarnada, rica, compleja, que constituye sin dificultad un válido contrapeso a todos los silogismos y pesa gravemente sobre las alas del alma. A fin que una «buena novela» sea realmente buena en la práctica, para un determinado lector, no basta que su tesis sea irreprensible, sino que requiere que deje en el lector una sana impresión.
Nosotros no haremos de moralistas ni buscamos presentar aquí conclusiones en nombre de decálogo; sino que constatamos las fuerzas psicológicas y sus direcciones; señalamos los resultados que nuestros principios nos hacen prever y que la experiencia cotidiana confirma. «Puedo decir, nos escribió hace poco uno de nuestros jóvenes corresponsales, que no hay para mí novelas inofensivas, incluso las más inocentes. Todas me hacen algo». Es un testimonio tomado por casualidad, entre mil.
No buscamos afirmar nada irrespetuoso, y no hacemos más que aplicar nuestra teoría, agregando que la mujer, por su impresionabilidad, queda casi siempre joven, sea cual sea su edad, y que, para el ordinario, las novelas no valen nada.
Siendo dado el coeficiente del sujeto en los organismos jóvenes o impresionables, y el coeficiente de la idea en las novelas, su lectura deviene una suerte de sesión de hipnotismo donde el libro juega el papel de hipnotizador [13].
Y uno sabe cuán abominable hipnotizador es, por lo ordinario, el novelista: en tales manos, la administración más cínica no osaría ni confiar las pobres chicas de la Salpêtrière. Sin duda, hay buenas novelas, como hemos dicho, ¡pero cuántas de las otras! Sin duda, bastantes de nuestros autores, sobre todo aquellos cuyo talento basta para conseguir, honrando su talento y su oficio; pero lo malo es que el talento es raro y que en una novela se puede cambiar y despertar el público con la canalla; lo malo también, por el renombre de la Francia, es que esta literatura, si es aún tal literatura, es casi la única que exporta; ella prueba no poder ser más que para que el extranjero tenga el gusto más delicado que el nuestro, pero le dé un buen pretexto —dado el perfil— para despreciarnos. El inglés Benjamín Jowet, profesor en Oxford, decía que Dante fue empujado a escribir sobre la puerta de su infierno: «¡Vosotros los que entráis, abandonad toda experanza!». Él habría de poner: «Aquí, se leen las novelas francesas».
Eso sin decir que de tal novela, no solamente en la juventud, sino a quien conserve un resto de honestidad, no daría «las ideas conformes a los actos que uno quiere hacer», y que su lectura queda pues un acto insensato para el que se introduce en el lugar de las fuerzas inquietantes y que la haga combatir.
—Pero, te dirá alguno, ¡amo tanto la lectura! — Puede ser también que ames los champiñones, pero eta no es una razón para tomarlos revueltos sin ordenarlos, puesto que hay dañosos.
— ¡Pero todo es sano para un alma sana! — Probablemente como todo es sano también para un cuerpo sano. Ensaya sobre tu estómago el efecto de los venenos. Además, hay almas dañadas por el mundo; he aquí los menos negables. O, antes de ser dañadas, ellas eran sanas; y, luego ellas pudieron ser dañadas, esto es pues que no todo era sano para esas almas entonces sanas.
—¡Pero es bueno saberlo todo!— No, más que hacerlo sentir todo. Nosotros no somos creados ni para saber, ni para sentir, sino para actuar. Buscar un fin digno de sí y tomar los medios dignos del fin: he aquí toda la sabiduría. Ahora, esto no es necesario, al oficial que enseña el manejo del fusil Lebel, de experimentarlo en su pecho para demostrar que mata. No se experimenta ni la tifoidea, ni la varicela, so pretexto de preservar a sus hijos. No se ensaya la bancarrota ni el naufragio, para ver cómo se aprende. Nadie se inclina en un abismo, cuando se es sujeto al vértigo, ni por el placer de saberlo. Hay una buena y bella curiosidad, y hay otra que no es ni bella ni buena. y que no nos sirve de nada por el valor y la felicidad de la vida. «Caballeros, dijo uno de los personajes de Voltaire, ¡vosotros me habéis instruido, pero me habéis lamentado!» Uno le respondió: «Es bastante el fruto de la ciencia». — Este fue el fruto de «la ciencia del bien y del mal».
— Pero, todo mundo habla de este libro. — Dios te dirá también: y puede ser que tú también estés bien confiado de responderle que no lo has leído.
Cualquiera que sea, si lo lees, hará su obra en ti. Si no quieres que lo haga, no lo leas.
La ley existe: puedes aplicarla en un sentido o el otro; pero no puedes destruirla; y no se gobierna su vida como la naturaleza, sino en la condición de respetar las leyes [14].
[…] La única cosa que puede ofrecernos, en la práctica, la ficción es la de hacernos conocer el defecto dominante. Si ordinariamente esta nos conduce a visiones de orgullo, nosotros somos orgullosos; si a visiones de sensualidad, somos sensuales, y así por el estilo.
La ficción desmenuza la inteligencia y rompe el equilibrio desavezándola de la actividad normal: la deprime y la falsea, dejando que se complazca en fantasmas fatuos y absurdos, mientras que signo auténtico de toda inteligencia fuerte o también culta es el gusto, la necesidad de la verdad y de la precisión. El carácter y la voluntad no se templan, al contrario se disuelven con el hábito de la ensoñación. Cuando un rey «reina y no gobierna» está cerca a la deposición, y «no se gana una posición sin luchar». La voluntad de ensoñar no se opone a nada; ella deja hacer, contentándose de sentir vagamente que ella podría impedir, y que podría despertarse. Ella lo intentará demasiado tarde, si la ensaya. Se debilita en la inacción, mientras que los instintos se engrandecen por el ejercicio, y, habiendo tomando el hábito de actuar en su fantasía, es de temer que la mire. — El corazón, finalmente, se aplica sobre todo por su dedicación delicado; pero delicadeza y dedicación son hechas por la atención al bien o al placer del prójimo y de la voluntad de molestarse y atender: donde el sueño suprime, lo hemos visto, esta atención y esta voluntad, y, como él hace prevalecer sobre el pensamiento la imaginación, sobre la voluntad el instinto, ella remplaza pues la delicadeza y la dedicación por el egoísmo.
— El sueño es una cosa muy dulce, te dirá alguno, y ¡he aquí una de las más de la cual abstenerse!
— El agua es agradable en verano; pero, cuando se sabe que ella trae consigo la muerte o la enfermedad, uno se abstiene.
Y además, la vida activa tiene sus dulzuras también, más grandes que las del sueño, lo cual consuela… Y el sueño tiene sus penas, más grandes que las de las acciones. Él subvierte el fondo malsano yacente en nosotros y, como el ocio, libera las fiebres malignas, que hacen tristeza. «No se han visto, se dice, porteadores melancólicos»: no tienen tiempo para ensoñar.
El remedio pues a la ensoñación consiste en una vida ocupada: es bueno también ponerse, además de la tarea impuesta por el deber, una ocupación grata, en la cual uno se sienta atraído naturalmente, en las horas pesadas en que se es incapaz de esfuerzo. Ella servirá como último refugio contra la ensoñación.
PADRE ANTONIN EYMIEU SJ. Le Gouvernement de soi-même, Essai de psychologie pratique (El gobierno de sí mismo: Ensayo de psicología práctica), volumen I: “Les grandes lois” (Las grandes leyes), cap. III. París, Librairie Académique Perrin et Cie., 1909, págs. 123-134; 145-147. Traducción propia.
NOTAS
[1] LOUIS PROAL, Crimes et Suicides passionnels (Crímenes y Suicidios pasionales), Alcan, 1900, pág. 311.
[2] La Revue des Deux Mondes, 1 de Septiembre de 1903; y Le Correspondant, 25 de Junio de 1905.
[3] Crémieux decía: «Considerad los honores como nada, la popularidad como nada, el dinero como nada. Comprad la prensa. Con la prensa, tendréis el resto, todo el resto».
[4] PAUL BOURGET, Essais de psychologie contemporaine (Ensayos de psicología contemporánea), Prefacio.
[5] «Has cambiado mi vida, él me hizo también cambiar mi suerte»; lee en sus libros una de las heroínas de George Sand. Los libros no pueden cambiar nuestra suerte; pero pueden, cambiando nuestra vida, impedirnos realizarla.
[5] «Has cambiado mi vida, él me hizo también cambiar mi suerte»; lee en sus libros una de las heroínas de George Sand. Los libros no pueden cambiar nuestra suerte; pero pueden, cambiando nuestra vida, impedirnos realizarla.
[6] PROAL, op. cit., 410. Cf. los caps. X y XI. – Cf. HENRI JOLY, Les Lectures dans les prisons de la Seine (Las lecturas en las prisiones del Sena).– LOUIS BETHLEÉM, Romans à lire et romans à proscrire (Novelas que leer y novelas que proscribir), Masson, Cambrai, 2.ª ed., 1905, p. 38.
[7] PROAL, op. cit., 661.
[8] Ibid., 314.
[9] Libros leídos, en 1891, en las bibliotecas municipales de París: 1’277.436, entre ellas 625.489 novelas, y las cuales de Zola tenían la delantera (según L’Univers del 24 de Febrero de 1892). En una cabecera de distrito, la biblioteca, que está bien dotada, ha recibido, en un año, 35 lectores, que han demandado 2.444 volúmenes, de los cuales dos tercios son novelas y el tercer tercio no frecuentemente muy serias (según los Annales politiques del 17 de Agosto de 1902, artículo de G. d’Esparbès). En Francia, se publican alrededor de 3.500 novela cada año. (Segú Bethléem, op. cit., 50).
[10] Cf. su artículo en Le Correspondant del 25 de Marzo de 1900.
[11] Cf. su famosa carta al seminarista del mismo nombre que él.
[12] Las que son llamadas las «novelas de señoritas» no merecen nada que haga una excepción en su favor. Lo más general, no son inofensivas sino porque son insignificantes, sin pensamiento y sin estilo, incoloras e insípidas. Sin duda, se podría hacer donde tenga el talento y que darían una impresión sana: La señorita Marie Reynès-Monlaur, por ejemplo, con Le Rayon y Après la neuvième heure, y algunas otras lo ha probado bien, pero su ejemplo no puede ser seguido. Los novelistas de talento hallan en general más cómodo, más fructífero y más honorífico (más útil también se puede decir) tratar otros temas y buscar otra clientela.
[13] Nosotros conocemos —¿y quién no las conoce?— personas que han aplicado o por lo menos expresado ciertas teorías... ¡enormes! con una magnífica inconsciencia, de manera que sorprendieron a su entorno y no se comprenden ellas mismas, una vez vueltas a su estado normal, una vez despiertas, puede decirse; porque ellas estaban en una suerte de segundo estado, y naturalmente sus teorías subversivas eran las que les había sugerido su última novela. Los profesionales del vicio saben esto por instinto: «Frecuentemente he constatado, dijo un magistrado (L. Proal, op. cit., p. 415), en los casos criminales, que los libertinos dan las novelas a las jóvenes que quieren seducir, y que por este medio ellos llegan rápidamente a su fin». Y también «las mujeres corrompidas, que quieren perder una amiga honesta, les prestan las novelas» (416).
[14] Si uno ha llegado a leer una obra que deja una mala impresión, el hecho la recubriría por una lectura diferente; porque la idea persiste en su acción por mucho tiempo hasta que no sea remplazada por otro fenómeno (Cf. p. 65, 2.º). Si se quiere ver en este proceder una puerilidad, respondo que aquí hay aún una ley y que, incluso por una sonrisa, no se la suprime; y no hay nada más sabio que dejar hacer o favorecer las impresiones que uno ha querido y aprobado en el punto de partida y culminarla, lo que no es menos sabio que mantenerse dejando cambiar las que no aprobó, es decir, aquellas que van a la inversa de nuestros deseos.
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