domingo, 30 de octubre de 2022

ENCÍCLICA “Quas Primas”, SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY


Siguiendo la encíclica programática “Ubi arcáno Dei consílio”, sobre «La paz de Cristo en el reino de Cristo» (que fue el lema que escogió para su pontificado), Pío XI publicó  “Quas primas” recordando que el reinado de Cristo no es solo una expresión piadosa, sino una realidad que debe reflejarse en la sociedad por el hecho de ser Nuestro Señor Jesucristo Rey de Reyes y Señor de señores, cuyo reino, adquirido tanto por ser Hijo de Dios como por haberlo conquistado con su sacrificio en la Cruz del Calvario, no tendrá fin (ya habían caído entonces, a causa de la Gran Guerra Europea, los Hohenzollern de Alemania, los Románov de Rusia, los Habsburgo de Austria-Hungría y los Osmanlíes de Turquía; y el comunismo ateo se entronizó en una recién creada Unión Soviética).
  
Quas Primas, que contó con la colaboración de fray Édouard (en el siglo Florentin Louis) Hugon OP, profesor de teología moral en el Angélicum de Roma y colaborador con Guido Mattiusi SJ en la redacción de las 24 tesis tomistas, tiene como objetivo combatir el laicismo, el naturalismo, el relativismo y las formas vagas de religiosidad. Es por esto que los católicos debemos releerla y meditarla constantemente (por algo se había publicado esta encíclica en la novena a Cristo Rey) ahora más que nunca, toda vez que actualmente, vemos por causa del Vaticano II, que Nuestro Señor ha sido destronado de la forma más vil posible, destronamiento que no solo se dio por establecer el culto del hombre y por el Novus Ordo Missæ, sino por relegar la fiesta del último domingo de Octubre para el último del año litúrgico.
  
ENCÍCLICA “Quas Primas”, SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY
  
A nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos, y demás Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.
 
PÍO XI, PAPA. 
 
Venerables Hermanos y Dilectos Hijos: Salud y Bendición Apostólica
 
La Paz de Cristo en el Reino de Cristo.
En la primera Encíclica que dirigimos («Ubi arcáno»), una vez ascendidos al pontificado, a todos los Obispos del orbe católico, mientras indagábamos las causas principales de las calamidades que oprimían y angustiaban al género humano, recordamos haber dicho claramente que tan grande inundación de males se extendía por el mundo, porque la mayor parte de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la familia y en las cosas públicas; y que no podía haber esperanza cierta de paz duradera entre los pueblos, mientras que los individuos y las naciones negasen y renegasen el imperio de Cristo Salvador. Por lo tanto, como advertimos entonces que era necesario buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, así anunciábamos también que habíamos de hacer para este fin cuanto Nos fuese posible; «en el reino de Cristo», decíamos, porque Nos parecía que no se puede tender más eficazmente a la renovación y aseguramiento de la paz que procurando la restauración del reino de N. Señor.
   
Entre tanto, el surgir y avivarse de un benévolo movimiento de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, la cual puede solamente darnos la salvación, nos daba cierta esperanza de tiempos mejores; movimiento en el cual muchos que habían despreciado el reino de Cristo y andaban como prófugos de la casa paterna, se preparaban y casi se daban prisa a volver a los caminos de la obediencia. Y todo lo que sucedió y se hizo en el curso de este Año Santo, digno por cierto de perpetua memoria, ¿no acrecentó también el honor y la gloria del divino Fundador de la Iglesia, nuestro supremo Rey y Señor?
    
El año Santo y el Reino de Cristo.
En efecto, la Exposición Misionera del Vaticano sorprendió la mente y el corazón de los hombres, ya dando a conocer el prolijo trabajo de la Iglesia para la mayor dilatación del reino de su Esposo en los continentes y en las islas más apartadas del Océano, ya por el gran número de regiones conquistadas al catolicismo con el sudor y la sangre de fortísimos e invictos misioneros, ya, finalmente, dando a conocer las vastas regiones que todavía han de someterse al suave y saludable imperio de nuestro Rey.
    
Y aquellas multitudes que durante el Año Jubilar vinieron de todas las partes de la tierra a la Santa Ciudad, dirigidas por los Obispos y sacerdotes, ¿qué buscaban sino, purificadas sus almas, proclamarse junto al sepulcro de los Apóstoles y delante de Nos súbditos fieles de Cristo en el presente y en lo porvenir?
   
Y este reino de Cristo pareció iluminado por nueva luz cuando Nos, probada la heroica virtud de seis confesores y vírgenes, los elevamos a los honores de los altares*. Mucha alegría y aliento experimentamos en nuestro ánimo cuando en el esplendor de la Basílica vaticana, promulgado el decreto solemne, una multitud innumerable de pueblos alzaba el cántico de acción de gracias, exclamando: «Tu rex glóriæ, Christe!» Porque mientras los hombres y las naciones, alejadas de Dios por el odio recíproco y por las intestinas discordias, caminan hacia la ruina y la muerte, la Iglesia de Dios, continuando en dar al género humano el alimento de la vida espiritual, cría y forma a generaciones de santos y santas para Jesucristo, el cual no cesa de llamar a la bienaventuranza del reino celestial a los que fueron súbditos fieles y obedientes en el reino de la tierra.
    
Además, coincidiendo con el Año Jubilar el décimosexto siglo desde la celebración del Concilio de Nicea, quisimos también que en el recuerdo centenario fuese también conmemorado, y Nos mismo lo conmemoramos en la Basílica vaticana con tanto mayor gusto cuanto que aquel sagrado Concilio definió y propuso como dogma la consubstancialidad del Unigénito con el Padre e incluyó en el símbolo la fórmula «Cujus regni non erit finis», proclamando la dignidad real de Cristo.
    
Habiendo, pues, concurrido este Año Santo de varias maneras a ilustrar el reino de Cristo, nos parece que haremos cosa muy conforme con nuestro oficio apostólico si secundando las súplicas de muchísimos Cardenales, Obispos y fieles, hechas a Nos, ya solos, ya colectivamente, cerráramos este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una fiesta especial de Jesucristo Rey.
    
Y esto nos da tanta alegría, que nos obliga, venerables hermanos, a dirigiros estas palabras: vosotros, pues, procuraréis acomodar lo que digamos acerca del culto de Jesucristo Rey a la inteligencia del pueblo, y explicar el sentido de modo que esta solemnidad anual produzca cada vez mayores frutos.
  
PRUEBAS DE LA REALEZA DE CRISTO
El nombre de Rey dado a Jesucristo.
Desde hace mucho tiempo se ha usado comúnmente llamar a Cristo con el apelativo de Rey por el grado de excelencia que tiene en modo supereminente entre todas las cosas creadas.
    
De tal modo, en efecto, se dice que Él reina en la mente de los hombres, no sólo por la elevación de su pensaminto y por lo vasto de su ciencia, sino también porque Él es la Verdad y es necesario que los hombres reciban con obediencia la verdad de Él; igualmente reina en la voluntad de los hombres, ya porque en Él, a la santidad de la voluntad divina responde la perfecta integridad y sumisión de la voluntad humana, ya porque con sus inspiraciones influye en nuestra libre voluntad de tal modo que nos inflama hacia las cosas más nobles. Finalmente, Cristo es reconocido como Rey de los corazones por la caridad de Cristo, que sobrepasa toda humana comprensión (Eph. 3, 19), y por los atractivos de su mansedumbre y benignidad. Nadie, en efecto, entre los hombres fué tan amado, ni lo será nunca como Jesucristo.
    
Pero para entrar de lleno en el asunto, todos debemos reconocer que es necesario reivindicar para Cristo Hombre, en el verdadero sentido de la palabra, el nombre y los poderes de Rey; en efecto solamente en cuanto hombre se puede decir que ha recibido del Padre la potestad y el honor y el reino (Dan. 7. 13-14), porque como Verbo de Dios, siendo de la misma sustancia del Padre, forzosamente debe tener de común con Él lo que es propio de la Divinidad; y, por consiguiente, tiene sobre todas las cosas creadas sumo y absolutísimo imperio.
    
La Realeza de Cristo, en los oráculos de los Profetas.
¿Y no leemos, de hecho, con frecuencia en las Sagradas Escrituras que Cristo es Rey? Él es llamado el «Principe que debe salir de Jacob» (Num. 24-29), y que «por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión», y que «recibirá las gentes en herencia y tendrá en posesión los confines de la tierra» (Ps. 2). El salmo nupcial, que bajo la imagen de un Rey riquísimo y potentísimo ha preconizado el futuro Rey de Israel, tiene estas palabras: «Tu sede, oh Dios, en los siglos de los siglos; vara de rectitud, la vara de tu reino» (Ps. 44). Y dejando otros muchos testimonios semejantes, en otro lugar, para ilustrar con más claridad los caracteres de Cristo, se preanuncia que «su reino será sin limite y enriquecido con los dones de la justicia y de la paz». «En sus días aparecerá la justicia y la abundancia de la paz, y dominará de un mar a otro mar, y desde el rio hasta los términos del orbe de la tierra» (Ps. 71).
     
A este testimonio se añaden en el modo más amplio los oráculos de los Profetas, y, sobre todo, el conocidísimo de Isaías: «Nos ha nacido un Párvulo, nos ha sido dado un Hijo y su principado sobre sus hombros; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios, Fuerte, Padre del siglo futuro, Principe de la paz. Se multiplicará su imperio y no tendrá fin la paz; sobre el trono de David y sobre su reino se sentará; para confirmarlo y fortalecerlo en juicio y justicia, ahora y para siempre» (Is. 9, 6-7). Y los otros profetas concuerdan con Isaías. Así, Jeremías, cuando predice que nacerá de la estirpe de David el «vástago justo», que «cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en toda la tierra» (Jer. 23, 5); también Daniel predice el establecimiento de un reino por parte del Rey del Cielo, «reino que nunca será disipado… permanecerá para siempre» (Dan. 2, 44). Y continúa: «Contemplaba en la visión de noche, y he aquí que venía sobre las nubes del Cielo uno como el Hijo del Hombre, y se llegó hasta el Anciano de días, y en su presencia fue presentado; y le dio la potestad y el honor y el reino, y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán; su potestad es eterna y no le será arrebatada, y su reino no se corromperá jamás» (Dan. 7, 13, 14). Los escritores de los Evangelios aceptan y reconocen como sucedido cuanto predijo Zacarías acerca del «Rey manso», el cual, «Subiendo sobre una asna y su pollino, estaba para entrar en Jerusalén como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas» (Zach. 9, 9).
   
La Realeza de Cristo en el Nuevo Testamento.
Por lo demás, esta doctrina acerca de Cristo Rey que hemos tomado aquí y allí en los libros del Antiguo Testamento, no sólo no disminuye en las páginas del Nuevo; más aún, en él se confirman por modo espléndido y magnífico. Y aquí, pasando por alto el mensaje del Arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que debía dar a luz un hijo, al cual Dios había de dar la sede de David, su padre, y que había de reinar en la casa de Jacob para siempre y que su reino no había de tener fin (Lc. 1, 32-33), vemos que Cristo mismo, da testimonio de su imperio.
    
En efecto, ya en su último discurso a las turbas, cuando habla del premio y de las penas reservados perpetuamente a los justos y a los condenados; ya cuando responde al presidente romano, que le preguntaba públicamente si era Rey; ya cuando, resucitado, confió a los Apóstoles el encargo de amaestrar y bautizar a todas las gentes, toma ocasión oportuna para atribuirse el nombre de Rey (Mt. 25, 31-40), y públicamente confirma que es Rey (Jo. 18,13) Y anuncia solemnemente que a Él ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. (Mt. 28, 18). Con estas palabras, ¿qué se quiere significar sino la grandeza de su potestad y la extensión inmensa de su reino? No puede, pues, sorprendemos si aquel que es llamado por San Juan «Príncipe de los Reyes de la tierra» lleva, como apareció al Apóstol en la visión apocalíptica, en su vestido y en su muslo escrito: «Rey de reyes y Señor de los señores». (Apoc. 19, 16). Puesto que el Padre Eterno constituyó a Cristo heredero universal (Hebr. 1, 1), es preciso que Él reine hasta que lleve, al fin de los siglos, a los pies del trono de Dios a todos sus enemigos (I. Cor. 15, 25).
   
La Realeza de Cristo en la Liturgia.
De esta doctrina de los sagrados libros viene, por consecuencia, el que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada naturalmente a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, haya saludado y proclamdo en el ciclo anual de su liturgia a su Autor y Fundador como Señor soberano y Rey de los reyes, multiplicando las formas de su afectuosa veneración. Usa este'título de honor, que expresa en su hermosa variedad de palabra el mismo concepto, como hizo ya en la antigua salmodia y en los antiguos sacramentarlos; hoy también lo hace en los oficios públicos y en la inmolación de la Hostia Inmaculada. En esta alabanza perenne a Cristo Rey fácilmente se descubre la hermosa armoní a entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se hace manifiesto también en este caso que «la ley de la oración establece la ley de la creencia» (Legem credéndi lex státuit suplicándi).
   
Cristo, Rey por la Unión Hipostática.
Muy a propósito Cirilo de Alejandría, para mostrar el fundamento de esta dignidad y de este poder, advierte que «Cristo obtiene la dominación de todas las criaturas, no arrancada por la fuerza ni tomada, por ninguna otra razón, sino por su misma esencia y naturaleza» (In Luc. 10). Esto es, el principado de Cristo se forma por aquella unión admirable que se llama «unión hipostática». De lo cual se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado como Dios por los ángeles y por los hombres, sino que a Él deben obedecer y estar sujetos como Hombre, es decir, que por el solo hecho de la unión hipostática Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.
   
Cristo, Rey por la Redención. 
¿Qué cosa más bella y suave que el pensamiento de que Cristo reina sobre nosotros, no solamente por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista en fuerza de la redención? ¡Ojalá que los hombres desmemoriados recordasen cuánto hemos costado a nuestro Salvador! «Habéis sido redimidos, no con oro y plata, corruptibles, sino con la preciosa sangre de Cristo, como cordero inmaculado e incontaminado» (I. Petr. 1, 18-19). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado con el más alto precio (I. Cor. 6, 20); nuestros mismos cuerpos son «miembros de Cristo» (I. Cor. 6, 15).
   
NATURALEZA Y VALOR DE LA REALEZA DE CRISTO
Triple potestad del Principado de Cristo.
Queriendo expresar la naturaleza y el valor de este principado, indicaremos brevemente que consta de una triple potestad, la cual, si faltase, ya no tendríamos el concepto de un verdadero y propio principado. Los testimonios sacados de las Sagradas Escrituras acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto habernos dicho; y es dogma de fe que Jesucristo ha sido dado a los hombres como Redentor, en el cual deben poner su confianza, y al mismo tiempo como Legislador, al cual deben obedecer (Trento, ses. 6 can. 21).
   
Los Santos Evangelios no solamente nos dicen que Jesucristo ha promulgado leyes, mas también nos le presentan en el acto mismo de legislar; y el Divino Maestro afirma en diferentes circunstancias y con diversas expresiones que todos los que observen sus mandamientos darán prueba de amarle y permanecerán en su caridad (Jo. 14, 15; 15, 10).
    
El mismo Jesús, delante de los judíos que le acusaban de haber violado el sábado por haber dado la salud al paralítico, afirmaba que el Padre le había dado la potestad judicial, «porque el Padre no juzga a nadie, sino que dió todo juicio al Hijo» (Jo. 5,- 22). En lo cual se comprende también el derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida, porque esto no puede separarse de una cierta forma de juicio.
    
Además debe atribuirse a Jesucristo la potestad ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, y nadie puede sustraerse a él ni a los suplicios establecidos.
    
Reino espiritual.
Que este reino, por otra parte, sea principalmente espiritual y se refiera a las cosas espirituales nos lo demuestran los pasajes de la sagrada Biblia arriba citados y nos lo confirma el mismo Jesucristo con su modo de obrar.
    
En varias ocasiones, en efecto, cuando los judíos y los mismos Apóstoles creían erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y establecería el reino de Israel, Él procuró quitarles de la cabeza este vano intento y esperanza; y también, cuando estaba para ser proclamado Rey por la multitud que, llena de admiración, le rodeaba. Él declinó tal título y tal honor, retirándose, y escondiéndose en la soledad; finalmente, delante del presidente romano anunció que su reino no era de este mundo (Jo. 18, 36).
    
Este reino en los Evangelios se nos presenta de tal modo, que los hombres deben prepararse para entrar en él por medio de la penitencia, y no pueden entrar sino por la fe y por el bautismo, el cual Sacramento, aunque sea un rito externo, purifica y produce la regeneración interior.
   
Este reino es opuesto únicamente al reino de satanás y a la potestad de las tinieblas, y exige de sus síibditos no solamente un ánimo despegado de las riquezas y de las cosas terrenas, la dulzura de las costumbres y el hambre de justicia, sino también que se nieguen así mismos y tomen su cruz. Habiendo Jesucristo constituido, como Redentor, la Iglesia con su sangre, y como Sacerdote ofreciéndose a Sí mismo perpetuamente cual Hostia de propiciación por los pecados de los hombres, ¿quién no ve que la dignidad real que le reviste tiene carácter espiritual por el uno y el otro oficio?
    
Poder universal.
Por otra parte, erraría gravemente el que arrebatase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas temporales; puesto que Él ha recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las cosas creadas, de modo que todo se somete a su arbitrio; sin embargo, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo completamente de ejecutar tal poder; y como despreció entonces la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así permitió y permite que los poseedores de ellas las utilicen.
    
A este propósito se acomodan bien aquellas palabras: «No arrebata los reinos mortales el que da los celestiales» (Himno Crudélis Heródes, Oficio de la Epifanía). Por lo tanto, el dominio de nuestro Redentor abraza todos los hombres, como lo confirman estas palabras de nuestro predecesor de inmortal memoria León XIII, palabras que hacemos nuestras: «El imperio de Cristo se extiende no solamente sobre los pueblos católicos y aquellos que, regenerados en la fuente bautismal, pertenecen en rigor y por derecho a la Iglesia, aunque erradas opiniones los tengan alejados o la disensión los separe de la caridad, sino que abraza también a todos los que están privados de la fe cristiana; de modo que todo el género humano está bajo la potestad de Jesucristo» (Encicl. «Annum Sacrum», 25 de Mayo de 1899).
   
Sobre los individuos y sobre la sociedad.
Ni hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos, unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la potestad de Cristo que lo están cada uno de ellos separadamente. Él es la fuente de la salud privada y pública. «Y no hay salvación en algún otro, ni ha sido dado debajo del Cielo a los hombres otro nombre en el cual podamos ser salvos» (Act. 4, 12). Sólo Él es el autor de la prosperidad y de la verdadera felicidad, tanto para cada uno dé los ciudadanos como para el Estado: «No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre; porque la ciudad no es otra cosa sino una multitud concorde de hombres (San Agustín, Epístola a Macedonio, 3).
    
No rehúsen, pues, los jefes de las naciones el prestar público testimonio de reverencia al imperio de Cristo juntamente con sus pueblos si quieren, con la. integridad de su poder, el incremento y el progreso de la patria. En efecto, muy a propósito y oportunas para el momento actual son aquellas palabras que al principio de nuestro pontificado escribimos Nos acerca de la disminución del principio de autoridad y del respeto al poder público: «Alejado de hecho, así lo lamentábamos entonces, Jesucristo de las leyes y de la cosa pública, la autoridad aparece sin más como derivada, no de Dios, sino de los hombres: de modo que hasta el fundamento de ella vacila; quitada la causa primera, no hay razón para que uno deba mandar y otro obedecer. De esto se ha seguido una general perturbación de la sociedad, la cual ya no se apoya sobre sus fundamentos principales» (Encicl. «Ubi arcáno»).
    
Ventajas para los Gobiernos y la autoridad civil.
En cambio, si los hombres en privado y en público reconocen la soberana potestad de Cristo, necesariamente vendrán al entero consorcio humano señalados beneficios de justa libertad, de tranquila disciplina y apacible concordia. La dignidad real de Nuestro Señor, así como hace en cierto modo sagrada la autoridad humana de los Príncipes y de los jefes de Estado, así ennoblece los deberes ciudadanos y de su obediencia. En este sentido el Apóstol San Pablo, inculcando a las esposas y a los siervos que respetasen como a Jesucristo a sus respectivos maridos y amos, les advertía claramente que no debían obedecerlos como a hombres, sino como a vicarios de Cristo, ya que sería poco conveniente que hombres redimidos con la sangre de Cristo, sirviesen a otros hombres. «Habéis sido redimidos por gran precio, no os hagáis siervos de los hombres» (I. Cor. 7, 23).
   
Si los Príncipes y los magistrados legítimos se persuaden que ellos mandan, no tanto por derecho propio, cuanto por mandato del Rey divino, se comprende fácilmente que harán uso santo y prudente de su autoridad y se tomarán gran interés por el bien común y la dignidad de los súbditos, al hacer las leyes y exigir su ejecución. De tal manera, quitada toda causa de sedición, florecerá y se consolidará el orden y la tranquilidad; porque aunque el ciudadano vea en los Príncipes y jefes del Estado hombres semejantes a él, o por cualquier razón indignos o vituperables, no se sustraerá por eso a la obediencia en cuanto reconozca en ellos la imagen y la autoridad de Cristo, Dios y Hombre.
    
Ventajas sociales para los pueblos.
Por lo que se refiere a la concordia y a la paz, es manifiesto que cuanto más vasto es el reino y más largamente abraza el género humano, tanto más se hacen conscientes los hombres de aquel vínculo de fraternidad que los une. Y este conocimiento, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Dios, como de derecho abraza a todos los hombres, así de hecho los abrazase verdaderamente, ¿por qué habríamos de desesperar de aquella paz que el rey pacífico traía a la tierra, como Rey que vino «para reconciliar todas las cosas» (Colos. 1, 20) y «no para hacerse servir, sino para servir a los demás» (Mt. 20. 28), y que aun siendo el Señor de todos se ha hecho ejemplo de humildad e inculcó principalmente esta virtud, juntamente con la caridad, diciendo: «Mi yugo es suave y mi peso ligero?» (Mt. 11, 30). ¡Qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades, se dejasen gobernar por Cristo! Entonces, realmente, para usar las palabras que nuestro predecesor León XIII dirigía hace venticinco años a todos los Obispos del orbe católico, «se podrían cerrar muchas heridas, todo derecho adquiriría su antigua fuerza, volverían los bienes de la paz, caerían de las manos las espadas y las armas, si todos aceptaran voluntariamente el imperio de Cristo, le obedecieran y toda lengua proclamase que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» (Encicl. Annum sacrum).
   
LA FIESTA DE JESUCRISTO REY
Los dogmas de la fe y las fiestas de la Iglesia.
Y para que sean más abundantes los deseados frutos y duren más establemente en la sociedad humana, es preciso que se divulgue el conocimiento de la dignidad real de Nuestro Señor cuanto sea posible. Para este fin, Nos parece que ninguna otra cosa puede ser más conveniente que la institución de una fiesta particular y propia de Cristo Rey.
    
Más que los solemnes documentos del magisterio eclesiástico, tienen eficacia para formar al pueblo en las cosas de la fe y elevarlo a las alegrías interiores de la vida las festividades anuales de los sagrados misterios; porque los documentos, la mayor parte de las veces, sólo los toman en consideración unos pocos hombres instruidos; en cambio, las fiestas conmueven y amaestran a todos los fieles. Aquéllos hablan una sola vez; éstas, por decirlo así, todos los años y perpetuamente; aquéllos tocan sobre todo la mente; éstas, en cambio, no sólo la mente, sino también el corazón y, en suma, todo el hombre. Siendo el hombre compuesto de alma y cuerpo, es preciso que sea excitado por las solemnidades exteriores de modo que, a través de la variedad y de los ritos sagrados, reciba en el ánimo las enseñanzas divinas, y, convirtiéndolas en carne y sangre, haga de modo que sirvan para el progreso de su vida espiritual.
   
Orígenes y frutos de las fiestas de la Iglesia. 
Por otra parte, se saca de documentos históricos que tales festividades con el decurso de los siglos se fueron introduciendo una después de la otra, según la necesidad o la utilidad del pueblo cristiano parecía pedirlo; como cuando fué necesario que el pueblo fuese reforzado frente al peligro común, o fuese defendido de venenosos errores heréticos, o animado más fuertemente e inflamado para celebrar con mayor piedad algún misterio de la fe y algún beneficio de la gracia divina.
    
Así, desde los primeros siglos de la era cristiana, viéndose los fieles acerbamente perseguidos comenzaron a conmemorar con los ritos sagrados a los mártires, a fin de que, como dice San Agustín, las solemnidades de los mártires fuesen exhortaciones al martirio (Serm. 47 De Sanctis). Y los honores litúrgicos que después fueron tributados a los confesores, a las vírgenes y a las viudas sirvieron maravillosamente para excitar en los fieles el amor a las virtudes, necesarias también en tiempo de paz. Y especialmente las festividades instituidas en honor de la Virgen Santísima contribuyeron a que el pueblo cristiano no sólo venerase con mayor piedad a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también encendieron el amor hacia la madre celestial que el Redentor les había dejado casi como testamento. Entre los beneficios obtenidos por el culto público y litúrgico hacia la Madre de Dios y los santos del Cielo no es el último el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de las herejías y de los errores.
   
En este orden de cosas, debemos admirar los designios de la Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así permitió que de cuando en cuando disminuyeran la fe y la piedad de las gentes o que falsas teorías insidiasen la verdad católica; pero con este resultado, que la verdad católica resplandeciese después con nuevo esplendor, y las gentes, despertadas del letargo, tendiesen a cosas mayores y más santas.
    
Las festividades que fueron recibidas en el curso del año litúrgico en tiempos no lejanos, tuvieron igual origen y produjeron idénticos frutos. Así, cuando había disminuido la reverencia y el culto hacia el Santo Sacramento, se instituyó la fiesta del Corpus Christi y se ordenó que fuese celebrada de tal modo, que las solemnes procesiones y las oraciones de toda la octava llamasen las gentes a venerar públicamente al Señor; así, la festividad del Corazón de Jesús fue introducida cuando los ánimos de los hombres, enflaquecidos y envilecidos por el frío rigorismo del jansenismo, se habían enfriado y alejado del amor de Dios y de la esperanza de la eterna salvación.
   
El laicismo, peste de nuestra edad.
Ahora, si mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos a las necesidades de los tiempos presentes, aportando un remedio eficacísimo a la peste, que infesta la humana sociedad.
   
La peste de nuestra edad es el llamado laicismo, con sus errores y sus impíos incentivos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que desde hace mucho tiempo se incubaba en las visceras de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, que se deriva del derecho de Cristo, de enseñar a las gentes, esto es, de dar leyes, de gobernar los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Poco a poco la religión cristiana fue igualada con las otras religiones falsas e indecorosamente rebajada al nivel de éstas; por lo tanto, se la sometió a la potestad civil; y fue arrojada al arbitrio de los príncipes y de los magistrados; se fue más adelante todavía: hubo algunos que intentaron sustituir la Religión de Cristo con cierto sentimiento religioso natural; no faltaron Estados los cuales entendieron pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la irreligión y en el desprecio de Dios mismo.
   
Los frutos pésimos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones produjo tan frecuentemente y durante tanto tiempo los hemos lamentado ya en la Encíclica «Ubi arcano», y todavía hoy los lamentamos; el germen de la discordia esparcido por todas partes; encendidos aquellos odios y rivalidades entre los pueblos que tanto retardaron el establecimiento de la paz; la intemperancia de las pasiones, que con frecuencia se esconde bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; las discordias civiles que de ellas derivan, juntamente con aquel ciego e inmoderado egoísmo tan extensamente difundido, el cual tiende solamente al bien privado y a la propia comodidad, midiéndolo todo por ambas; la paz doméstica completamente turbada por el olvido y la relajación de los deberes familiares; deshechas la unión y la estabilidad de las familias, y, en fin, la misma sociedad resquebrajada y lanzada hacia la ruina.
    
La fiesta de Cristo Rey, contra el laicismo.
Nos anima, sin embargo, la buena esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, empuje la sociedad, como todos deseamos, a la vuelta hacia nuestro amadísimo Salvador. Acelerar y apresurar este retorno con la acción y con sus obras sería deber de los católicos, muchos de los cuales, no obstante, parece que no tienen en la convivencia civil aquel puesto y autoridad que conviene a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Tal estado de cosas se atribuye tal vez a la apatía o timidez de los buenos, que se abstienen de la lucha o resisten flacamente; de lo cual los enemigos de la Iglesia sacan mayor temeridad y audacia. Pero cuando los fieles todos comprendan que deben militar con valor y siempre bajo las insignias de Cristo Rey, se dedicarán con ardor apostólico a reconducir a Dios a los rebeldes e ignorantes, y se esforzarán en mantener incólumes los derechos de Dios mismo.
    
Y para condenar y reparar estas públicas defecciones que el laicismo produjo, con grave perjuicio de la sociedad, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración de la solemnidad anual de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad, cuanto más se pasa en vergonzoso silencio el nombre suavísimo de Nuestro Redentor, así en las reuniones internacionales como en los Parlamentos, tanto más es necesario aclamarlo públicamente, anunciando por todas partes los derechos de su real y dignidad potestad.
  
Precedentes de la fiesta de Cristo Rey.
¿Quién no ve que ya desde los últimos años del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la deseada institución deste día festivo? Ninguno ignora cómo fue sostenido este culto y sabiamente defendido por medio de libros divulgados en las varias lenguas de todo el mundo; así como también fue reconocido el principado y el reino de Cristo con la piadosa práctica de dedicar y consagrar todas las familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente fueron consagradas las familias, sino también naciones y reinos; más aún: por deseo de León XIII, todo el género humano durante el Año Santo de 1900 fue felizmente consagrado al Divino Corazón.
   
No se debe pasar en silencio que para confirmar esta real potestad de Cristo sobre la sociedad humana sirvieron maravillosamente los numerosísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos; en estos Congresos, convocando los fieles de cada diócesis, de las regiones, de las naciones y de todo el orbe católico para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos, se tiende, mediante los discursos en las asambleas y en las iglesias, mediante la pública exposición del Santísimo Sacramento, mediante las maravillosas procesiones, a proclamar a Cristo como Rey que nos hadado el Cielo. Se podría decir con razón que el pueblo cristiano, movido por inspiración divina, saliendo del silencio y de la soledad de los sagrados templos, y llevando por las vías públicas como triunfador a aquel mismo Jesús que, venido al mundo, no quisieron los impíos reconocer, quiera restablecerlo en su derechos reales.
    
La ocasión propicia del Año Santo.
Y en verdad, para actuar nuestro intento arriba indicado, el Año Santo que toca a su fin nos da la más propicia ocasión; puesto que Dios Nuestro Señor, habiendo levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales, «que superan todo goce)), los restableció a la gracia y los confirmó en el recto camino y los condujo con nuevos estímulos al conseguimiento de la perfección. Por esto, sea que consideremos las numerosas súplicas a Nos dirigidas; sea que tengamos en cuenta los acontecimientos de este Año Santo, encontramos motivos para pensar que finalmente ha despuntado el día, deseado por todos, en el cual podremos anunciar que se debe honrar con una fiesta especial a Cristo como Rey de todo el género humano.
   
Este año, en efecto, como decíamos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido magnificado en manera gloriosa con la elevación de un nuevo grupo de fieles suyos a los honores celestiales; igualmente este año, por medio de la Exposición Misionera, todos admiraron los triunfos de Cristo obtenidos por los operarios evangélicos al extender su reino; finalmente, en este mismo año, con la celebración del centenario del Concilio niceno, hemos conmemorado la defensa y la definición del dogma de la consustanciabilidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se funda el imperio soberano del mismo Cristo sobre todos los pueblos.
   
Establecimiento y modalidad de la fiesta. 
Por lo tanto, con nuestra autoridad apostólica, establecemos la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Rey, decretando que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de Octubre, esto es, el domingo precedente a la fiesta de Todos los Santos. Igualmente ordenamos que en ese mismo día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, que nuestro predecesor de santa memoria Pío X había mandado que se repitiera anualmente. Este año, sin embargo, queremos que se renueve el 31 de este mes, en el cual Nos mismó tendremos pontifical solemne en honor de Cristo Rey y ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Nos parece que Nos no podemos cerrar mejor y con más oportunidad, ni coronar el, Año Santo, ni dar más amplio testimonio de nuestra gratitud a Cristo, Rey Inmortal de los siglos, y de la gratitud de todos los católicos, por los beneficios que hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico durante este año.
   
Oportunidad de una fiesta especial.
No es necesario, venerables hermanos, que os expongamos detenidadmente los motivos por los cuales hemos instituido la solemnidad de Cristo Rey distinta de la de otras fiestas en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que mientras el objeto material de todas las fiestas de Nuestro Señor es Cristo mismo, el objeto formal se distingue; y en ésta es el nombre y la potestad real de Cristo. La razón por la cual quisimos establecer esta fiesta el día de domingo es para que, no sólo el Clero, con la celebración de la misa y la recitación del oficio divino, sino también el pueblo, libre de las ocupaciones de costumbre, rinda a Cristo eximio testimonio de su obediencia y de su devoción.
    
Nos pareció también muy oportuna esta celebración en el último dommgo del mes de Octubre, en el cual se cierra casi el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo conmemorados en el curso del año, terminen y reciban coronamiento de esta solemnidad de Cristo Rey, y se celebre y se exalte antes la gloria de Aquel que triunfa en todos los santos y en todos los elegidos. Por lo tanto, sea vuestro deber, venerables hermanos, y vuestra misión el hacer de modo que preceda a la celebración de esta fiesta anual, en días determindas, un curso de predicación en todas las parroquias; de manera que los fieles, amaestrados acerca de la naturaleza, el significado y la importancia de esta fiesta, emprendan un tenor de vida tal, que sea verdaderamente digno de los que desean ser súbditos afectuosos y fieles del Rey divino.
   
Frutos que se esperan: plena libertad de la Iglesia.
Llegados al término de estas nuestras letras, Nos place, venerables hermanos, explicar brevemente las ventajas, ya en bien de la Iglesia, ya en bien de la sociedad civil ya de los individuos en particular, que Nos prometemos de este público a Cristo Rey. Tributando estos honores a la dignidad regia de Nuestro Señor, se traerá necesariamente al pensamiento de todos que la Iglesia, habiendo sida establecida por Cristo como sociedad perfecta, exige por derecho propio, al cual no puede renunciar, plena libertad e independencia del poder civil; y en el ejercicio de su divino ministerio de enseñar, regir y conducir a la felicidad eterna a todos aquellos que pertenecen al reino de Cristo, no puede depender del arbitrio de nadie.
   
Además la sociedad civil debe conceder igualmente libertad a las Órdenes y Congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo valiosísimo auxilio de la Iglesia y de sus pastores, cooperan grandemente a la extensión y al incremento del reino de Cristo, ya con la profesión de los tres votos con que combaten la triple concupiscencia del mundo, ya porque, con la práctica de una vida de mayor perfección, hacen de modo que la santidad, que el divino Fundador quiso fuese una de las notas de la verdadera Iglesia, resplandezca siempre más de día en día delante de los ojos de todos.
    
Aviso saludable a los gobernantes.
La celebración de esta fiesta, que se renovará todos los años, será también advertencia para las naciones de que el deber de venerar públicamente a Cristo y de prestarle obediencia se refiere no sólo a los particulares, sino también a todos los magistrados y a los gobernantes; les traerá a la mente el juicio final, en el cual Cristo, arrojado de la sociedad o solamente ignorado y despreciado, vengará acerbamente tantas injurias recibidas; reclamando su real dignidad que la sociedad entera se uniforme a los divinos mandamientos y a los principios cristianos, tanto al establecer leyes como al administrar la justicia, y ya, finalmente, en la formación del alma de la juventud en la sana doctrina y en la santidad de las costumbres.
   
Además, no hay que decir cuánta fuerza y virt ud podrán sacar los fieles de la meditación de estas cosas para modelar su espíritu, según las verdaderas reglas de la vida cristiana.
     
Incremento de la vida cristiana en los fieles.
Puesto que a Cristo, Señor Nuestro, le ha sido dado todo poder en el Cielo y en la tierra; si todos los hombres redimidos con su Sangre preciosa están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza toda la naturaleza humana, claramente se comprende que ninguna de las tres facultades se sustrae a tan grande autoridad.
   
Es necesario, por lo tanto, que Él reine en la mente del hombre, la cual con perfecta sumisión debe prestar firme y constante asentimiento a las verdades reveladas a la doctrina de Cristo; que reine en la voluntad, la cual debe obedecer a las leyes y preceptos divinos; que reine en el corazón, el cual, apreciando menos los apetitos naturales, debe amar a Dios sobre todas las cosas y a Él solo estar unido; que reine en el cuerpo y en los miembros, que, como instrumento, o, por decir con el Apóstol Pablo, «como armas de justicia para Dios» (Rom. 6, 13), deben servir para la interna santificación del alma. Si estas cosas se proponen a la consideración de los fieles, éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
   
Haga el Señor, venerables hermanos, que cuantos están fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; y todos cuantos somos por su misericordia súbditos suyos e hijos llevemos este yugo, no de mala gana, sino con gusto, con amor y santamente; y que nuestra vida, conformada a las leyes del reino divino, recoja halagüeños y abundantes frutos, y siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con Él partícipes del reino celestial de su eterna felicidad y gloria.
   
Estos nuestros votos en la fiesta del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo sean para vosotros, venerables hermanos, un atestado de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón a vosotros, venerables hermanos, y a todo el clero y pueblo vuestros.
  
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 11 de Diciembre del año 1925, cuarto de nuestro pontificado. PÍO, PAPA XI.
 
* Los seis santos a que hace referencia son Santa Teresita del Niño Jesús (17 de Mayo), San Pedro Canisio (21 de Mayo), Santa Magdalena Sofía Barat y Santa María Magdalena Postel (24 de Mayo), San Juan María Vianney y San Juan Eudes (31 de Mayo de 1925).

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