viernes, 29 de julio de 2022

LA HISTORIA DE LAS ESCUELAS RESIDENCIALES CANADIENSES

Traducción de la columna publicada por el doctor Douglas Farrow para FIRST THINGS el 13 de Julio de 2021, y republicada con ediciones menores por CATHOLIC WORLD REPORTER en el contexto del viaje de Francisco Bergoglio a Canadá. La columna es necesaria para entender el contexto del artículo precedente.
  
Niñas indígenas asisten a una ceremonia de primera Comunión en la escuela San José, de las Escuelas Residenciales Indias de Spanish (Ontario), en 1955.
  
Durante las noches pasadas, varias decenas de iglesias en Canadá, muchas de las cuales servían a pueblos indígenas, fueron incendiadas. Una decena más, mayormente en contextos no indígenas, fueron vandalizadas. «Quemadlas todas», trinó la directora de la Asociación de Libertades Civiles de Columbia Británica, para porristas simpatizantes incluso en la comunidad legal.
  
El caos surgió después del descubrimiento de los restos de cientos de jóvenes indígenas, enterrados cerca de las escuelas residenciales en las cuales fueron reclutados bajo una política respaldada por la Ley India de 1876, cuyas enmiendas en 1894 y 1920 hicieron obligatoria la asistencia a escuelas residenciales o industriales para los que carecían de acceso a las escuelas diurnas. La última de las anteriores, muchas de las cuales fueron operadas por la Iglesia Católica, cerró sus puertas en 1996. Por más de un siglo, alrededor de 140.000 niños pasaron por estas escuelas. Más de cuatro mil —quizá más de diez mil— murieron mientras asistían a ellas o fallecieron poco después.
  
¿Cómo pudo ser esto? ¿Quién es responsable? ¿Las organizaciones religiosas que operaron las escuelas residenciales son los verdaderos culpables, como muchos suponen? Un examen atento muestra que tal suposición es débil. La tragedia, como vemos, y los crímenes que envolvía (crímenes que algunos caracterizan falsamente como genocidio) comenzaron con la violación gubernamental de la patria potestad, error que nuevamente hoy está ganando vigencia.
  
Una política progresista 
En el momento de su establecimiento, la política de escuelas residenciales fue vista como progresista. Egerton Ryerson (1803–1882), un ministro metodista, fue nombrado superintendente principal de educación para el Alto Canadá [provincia erigida en 1791 para acoger a los lealistas que no querían vivir bajo la nueva nación estadoundense, y que comprende el sur de la provincia de Ontario, N. del T.] en 1844. Él introdujo los consejos escolares, estandarizó los libros de texto, y la educación gratuita para todos. El Departamento de Asuntos Indígenas rápidamente buscó su consejo y comenzó a emplear sus métodos a fin de integrar a los niños nativos en el nuevo mundo en que estaban por vivir. Él sostenía que los pueblos indígenas debían recibir una educación en internados denominacionales ingleses, un sistema que implicó desarraigar a los niños de sus hogares y costumbres tribales.
  
La primera escuela residencial, el Instituto Mohawk en Brantford (Ontario), había abierto en 1831. Aún estaba imbuido con el espíritu del primer obispo de la Nueva Francia, el bienaventurado Francisco de Laval († 1708), quien trabajó mucho antes de la era Ryerson para proveer un sistema completo de educación para los pueblos a su cuidado, como también para protegerlos del comercio de licores y otras amenazas a su bienestar (en aquellos días, las escuelas eran llevadas a los nativos en vez de los nativos a las escuelas). Para el momento de la Confederación en 1867, había ocho de estos establecimientos, pero las cosas estaban comenzando a cambiar.
  
El apoyo estatal para las escuelas misioneras, católicas y protestantes, se hizo disponible en 1874. Con el advenimiento de la educación obligatoria, las escuelas se multiplicaron. Para 1931 habían ochenta en operación. La financiación estaba basada en el reclutamiento y (dado el mal estado de la economía) muy parsimoniosa. Las condiciones de vida se hicieron atestadas y poco saludables. Los niños ya llegaban sufriendo de tuberculosis u otras enfermedades. Cuando los niños morían en las escuelas, raramente eran enviados a casa para un entierro apropiado. El gobierno no lo haría, y las iglesias no podían pagar por ello; mucho menos las familias. Así que en su lugar se cavaron tumbas poco profundas y cruces de madera en campos fuera de las escuelas. Y aunque la educación era generalmente buena y recibida agradecidamente por algunos, el registro (o la preservación exitosa de los mismos) era considerablemente malo. Las pequeñas cruces lígneas y las cercas del cementerio, por supuesto, hace mucho se fueron. Por ende tanta incertidumbre en las cifras y nombres, e incluso en los lugares donde fueron enterrados.
   
Sin embargo, recientemente, dispositivos de escaneo de suelo han comenzado a proporcionar lugares y números. El 28 de Mayo supimos que habían 215 tumbas sin marcar en el sitio de la escuela residencial en Kamloops (Columbia Británica); el 25 de Junio, que en Saskatchewan habían 751 donde había estado la Escuela Residencial Marieval; el 30 de Junio, que 182 habían sido “descubiertas” en la Misión San Eugenio cerca de Cranbrook, donde crecí.
  
Una campaña irresponsable 
Un domingo reciente, cuando llegamos a Misa en nuestra pintoresca parroquia de Québec, había al final de la calle de pie un manifestante solitario, sosteniendo un cartel que decía 751. Un pequeño par de zapatos, el símbolo del genocidio, yacía a sus pies. Le pregunté a este joven qué sabía de todo esto y qué esperaba como respuesta de los ordinarios católicos. Él no había sido descarriado por la sugerencia injuriosa, plantada previamente por la prensa irresponsable, que esas eran tumbas masivas, como si hubiera habido asesinatos masivos. Pero aún él no parecía tener mucha comprensión de los detalles indispensables.
  
¿Cómo murieron estos niños? ¿Quién fue responsable de sus muertes y por qué sus tumbas (no hay tumbas masivas) están sin marcar? ¿Qué intentos se han hecho para comenzar? ¿Qué están haciendo las iglesias y los gobiernos? Para tales preguntas él no tenía respuestas preparadas. Él esperaba que el Papa Francisco y los obispos canadienses se disculparan en vez de solamente expresar arrepentimiento; y que la presuntamente rica Iglesia Católica sacrificase algunas de sus propiedades a fin de ayudar a los pueblos indígenas a conseguir las cosas de las que aún carecen, como el agua potable.
  
Comenzamos a discutir estas cosas, que son bastante complejas que nunca llegamos a esas manzanas podridas en los barriles: clérigos, religiosos y laicos que habían traumatizado emocional, física, o sexualmente a los niños a su cargo, como si el trauma de ser separados de sus hogares y pueblos no fuera suficiente. Naturalmente, en el imaginario público, estas cosas tienden a correr lanzas parejas: secuestro de niños, negligencia, abuso infantil, muertes infantiles. Cosas que necesitan ser separadas si a cada una se les da la atención que merecen.
   
Desafortunadamente, la campaña presente parece más interesada en manipular el sentimiento público que en lograr la claridad pública. La información sobre los entierros locales ha sido goteada poco a poco en la psique colectiva, como si estos hallazgos representaran un conocimiento nuevo y escandaloso en vez de la confirmación de cosas ya establecidas. Se ha hecho poco esfuerzo en explicar que finalmente se está llevando a cabo lo que el profesor Scott Hamilton pidió hace seis años, durante las audiencias de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (TRC). De hecho, los ignorantes están siendo llevados a pensar que solo ahora estamos descubriendo que muchos niños murieron durante el curso de su educación en las escuelas residenciales.
  
Las líneas están siendo distorsionadas, y las categorías confundidas. El término “genocidio cultural”, adoptado por la comisión para describir el contexto y los efectos de esa educación, ha comenzado a aparecer sin su adjetivo. Incluso la cuidadosa declaración del 24 de Junio por el Jefe Nacional de la Asamblea de las Primeras Naciones Perry Bellegarde, que sabiamente evitó el sustantivo mismo, fue publicado bajo el encabezado «Horribles descubrimientos de tumbas sin marcar demanda acción urgente». Ese encabezado dejó más que una insinuación de desenfreno y, de hecho, destrucción deliberada de jóvenes vidas. En contraste, la Jefa Sophie Pierre (quien me precedió en nuestra secundaria local después de asistir a la escuela San Eugenio y que conoce las fortalezas y debilidades de cada una) dijo la mera verdad: «No hay descubrimiento, sabíamos que estaba allí, es un cementerio. El hecho que hay tumbas dentro de un cementerio no debería ser una sorpresa para nadie».
  
Tal vez la intención del ejercicio es resaltar el Proyecto de Ley C-15 (la Ley sobre la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los pueblos indígenas que recibió el asenso real el 21 de Junio), canalizando el punto que el país debe ahora actuar en forma más concertada para realizar cambios. Si es eso, el fin no justifica los medios. Los incendios que esta campaña ha provocado y el odio a los cristianos (especialmente a los católicos) que ha avivado no pueden ser considerados como un daño colateral muy desafortunado. El sentimiento es una cosa peligrosa. La verdad y la reconciliación sufren cuando este es usado como arma.
   
Toma, por ejemplo, el pedido por una disculpa papal. El Acuerdo de Establecimiento de Escuelas Residenciales Indígenas fue firmado en 2006. El proceso de disculpas formales que pedía ya había comenzado en 1991. Este culminó, observa Raymond de Souza, por el primer ministro Harper en 2008 y por el Papa Benedicto XVI en 2009, cuando recibió una delegación de nativos y «expresó su dolor y angustia por la conducta “deplorable” de aquellos católicos que causaron inmenso dolor y sufrimento a estos en las escuelas residenciales». Según el p. de Souza, «esta fue una contraparte adecuada a la disculpa del gobierno federal que fue entendida por todos: medios indígenas, medios católicos, medios seglares)».
   
Sin embargo, la TRC completó en 2015 su Informe Final de seis volúmenes sobre las escuelas residenciales, basadas primariamente en una paciente escucha de muchas historias sobrecogedoras (ese era su mandato. No fue emprendido con un análisis completo de los registros históricos o siquiera con una muestra imparcial de respuestas indígenas a la experiencia de la escuela residencial; ni le fue dado acceso incondicional a los archivos federales). Entre sus 94 recomendaciones había una demanda que el nuevo papa, Francisco, sea llamado a Canadá más o menos inmediatamente para presentar una disculpa in situ «por el rol de la Iglesia Católica Romana en el abuso espiritual, cultural, emocional, físico y sexual de los niños de las Primeras Naciones, Inuit y Métis en las escuelas residenciales dirigidas por católicos». Mientras esto puede contradecir la lectura situacional del p. de Souza, esto está siendo reiterado hoy como si nada de esto hubiese pasado en 2009. Incluso C-15 negocia con el mito tanto como la historia. 
  
Una tormenta perfecta 
De vuelta a nuestra historia. En la era de las escuelas residenciales, la medicina era relativamente primitiva mientras las pandemias eran comunes. La varicela era mortal. La gripa española mató amuchas personas en la primera etapa de la vida con una tasa de fatalidad de 10%. La tuberculosis era más lenta, pero para los nativos era mucho más letal. De acuerdo a The Globe and Mail, documentos en los Archivos Nacionales revelan que los niños morían de esta «en proporciones alarmantes». El Departamento de Asuntos Indígenas envió a su principal funcionario médico, Peter Bryce, para investigar. Sus visitas a quince escuelas en Canadá occidental hallaron que «al menos el 24% de los estudiantes habían muerto en un período de 14 años». Él informó al departamento en 1907 que las escuelas no estaban separando a los sanos de los enfermos.
  
Dos años después, Bryce presentó un segundo reporte, recomendando que el gobierno asuma la repsonsabilidad de administrar las escuelas. Por su problemas, su cargo fue abolido; solo en 1969 se seguiría su consejo. Después de su retiro en 1922 escribió The Story of a National Crime (La historia de un crimen nacional). Los pedidos de otros médicos fueron igualmente ignorados. «Evidentemente alguien ha trasladado nuestra escuela residencial a un sanatorio de tuberculosos», se quejó el Dr. MacInnis en una carta desde Nueva Escocia a Asuntos Indígenas. Esto pensaba que era «muy injusto para los niños que están limpios y bien».
  
Hoy, en nuestra propia pandemia, parece que estamos retrocediendo, tratando a los sanos como si estuvieran enfermos en vez de a los enfermos como si estuvieran sanos, conduciendo a nuevos crímenes nacionales. Pero mi punto es que el antiguo crimen nacional fue de hecho nacional, esto es, político y económico, no primariamente religioso. La expectativa de vida en esos días era generalmente mucho más baja y la mortalidad infantil mucho más alta. Sin embargo, Bryce aclara a Asuntos Indígenas que la tasa de mortalidad era mucho mayor para los nativos que para la población general, y que se debía tomar acción inmediata para enfrentar el problema. Como indica The Globe, en 1914 «el más influyente funcionario importante de Asuntos Indígenas de la época», Duncan Campbell Scott, permitió que «está casi dentro del marco decir que el 50% de los niños que pasaron por estas escuelas no vivieron para beneficiarse de la educación que habían recibido allí». Con todo, no se tomó ninguna acción efectiva hasta después de la II Guerra Mundial, para cuya época las medidas médicas habían mejorado mucho.
   
La declaración de Scott no puede ser generalizada para toda la historia de las escuelas, o confinada a las escuelas por ese asunto. Esto capturó las lastimeras perspectivas de la población indígena como tal. Sin embargo, las escuelas se hallaban en el corazón de lo que Hamilton describe adecuadamente como una tormenta perfecta: «una infraestructura de salud pública muy pobremente desarrollada»; una población epidemiológicamente vulnerable; niños traídos de comunidades dispares, trayendo consigo enfermedades, estando atiborrados en edificios con pobre calefacción y ventilación mientras se les ofrecía una dieta inadecuada. Por supuesto, bajo tales condiciones las enfermedades «van a explotar como incendio forestal», dice Hamilton.
  
La pregunta que debe presentarse es por qué esta tormenta, que varió, se le permitió durar la mejor parte del siglo, a expensas de tan jóvenes vidas. Y por qué ni el Estado ni la Iglesia tuvieron el coraje de enfrentarla, o de sustraerse de ella. 
  
Responsabilidad y arrepentimiento 
Seamos claros: Todos los que tienen el poder de prevenir el abuso físico o mental de los que están a su cargo, son responsables de este junto con (diferentemente) de los que lo perpetran. De las políticas que seducen o compelen a las comunidades a enviar a sus hijos a escuelas donde la enfermedad cunde o su cultura es erróneamente suprimida, todos los que las producen o las perpetúan son responsables. Ninguna parte es responsable de todo, ni la culpa puede distribuirse equitativamente. Distribuirla justamente es algo que solo Dios es últimamente capaz, pero el hombre tiene una obligación de intentarlo. Es parte de aprender a vivir justamente.
   
Aquellos que pretenden que tengamos un nuevo instrumento para hacerlo son demasiado optimistas, sin embargo, o cuando menos demasiado precipitados. Lo que estamos aprendiendo actualmente por los escaneos de terreno es nuevo solamente en ciertos particulares modestos. Los entierros han sido mapeados o serán mapeados. Pero todavía no conocemos, y puede que nunca conozcamos, qué restos contienen o quiénes fueron bien tratados o mal tratados en vida. Lo que sabemos ahora es que estamos ahora en mejor posición, no para culpar a los vivos, sino para honrar a los muertos. Y así nosotros debemos, teniendo eso en cuenta, que aunque la mayoría fueron víctimas de enfermedades, no todas fueron víctimas en el sentido moral. Algunos estaban en el lugar correcto en el momento equivocado, y algunos, fueran estudiantes o personal, estaban allí voluntariamente (que la escuela fuese obligatoria no prueba otra cosa; ni pueden decirse las historias de sufrimiento con confianza de aplastar las historias de beneficio, puesto que las últimas no han sido buscadas y las primeras están a veces comprometidas por la explotación del sistema de reparaciones).
   
Honrar a los muertos era y es el punto central de los cementerios, una práctica funeraria introducida en Norteamérica por los cristianos y acogida por los pueblos indígenas. Los cementerios en cuestión eran un lugar de descanso final no solo para los niños de la escuela sino también para otra gente pobre de la comunidad local. Aun cuando estemos impedidos en la saludable labor de honrar a los muertos por el humo de las iglesias ardiendo, lo que nos dice que la cuestión de la responsabilidad por lo que protractó la “tormenta perfecta” no ha sido respondida como debiera serlo.
   
Ninguna respuesta a la pregunta de la responsabilidad puede obtenerse de confesiones oficiales de culpabilidad grave, sea de parte del gobierno o por parte de las organizaciones religiosas que dirigieron las escuelas. Sin embargo, no obdtante el despreciable figureo del primer ministro, el anterior debe soportar la mayor parte de su censura adicional. Porque fue el estado que determinó la política de asimilación forzada por educación remota y tenía las riendas que controlaron su implementación. Un plan fatalmente defectuoso, conducido con una letal combinación de ambición y parsimonia, empeorada por el abandono de la responsabilidad por parte de ambos lados. Incluso el lado nativo no puede evitar el escrutinio. Pero el mismo plan tuvo efectos devastadores para los cuales el arrepentimiento nacional era y es un requisito.
   
¿Arrepentimiento por qué? Por solo eso, nuestras fallas colectivas y particulares. No por la civilización occidental como tal, aunque se ha convertido en el blanco del cinismo y el autodesprecio. Ciertamente no por la Cristiandad y la Iglesia Católica como tal, que desde los días de los Santos Patronos de Canadá (Juan de Brébeuf y sus colegas, que derramaron su sangre martirial en favor de los nativos abandonados ante el genocidio tribal) ha hecho mucho para templar nuestros excesos y sanar nuestras enfermedades de cuerpo y alma, como ahora debe hacerlo nuevamente, a pesar de su propia vergüenza y desgracia. No por el genocidio, porque no hubo genocidio, aunque no hubo escasez de negligencia, crueldad, desastre, y muerte prematura.
  
La acusación de genocidio
En conclusión, algo más debe decirse sobre la acusación de genocidio, que despertó un odio irracional. El artículo II de la Convención sobre el Genocidio define el genocidio en referencia a cinco clases de actos «perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal». Estos son:
  1. Matanza de miembros del grupo;
  2. Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
  3. Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
  4. Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
  5. Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
En el contexto presente, el quinto es el más socorrido por aquellos que emplean este término. Con todo, debe recordarse que todos los cinco están calificados por la cláusula de intención, para la cual se requiere evidencia.
  
El mencionado artículo de Globe destaca el juicio de John Milloy, «el único extraño que ha accedido a la bóveda bloqueada de los archivos de Asuntos Indígenas» y autor de un libro que recuerda al de Bryce. En ese libro, A National Crime: The Canadian Government and the Residential School System (Un crimen nacional: El gobierno canadiense y el sistema de escuelas residenciales), Milloy justamente evita el lenguaje del genocidio, porque nadie en realidad estaba tratando de hacer que los niños se enfermaran o de borrar los pueblos indígenas. El asalto excesivo sobre sus familias y cultura por el estado, y la complicidad de las iglesias (¿habremos aprendido?) con el estado, condujo a la tragedia. Pero las muertes en las escuelas «se debieron primariamente a la política de pagarles a las iglesias sobre una base per cápita» que incentivó el sobrecupo y la peligrosa admisión o retención de estudiantes enfermos. Esto fue inexcusable, pero no un genocidio.
   
Además, el mero hecho de la educación remota obligatoria no llena lo especificado en la subsección quinta, aunque tienda en esa dirección. Me opongo fuertemente a esa educación. En realidad, estoy en contra de la mayoría de las leyes (irónicamente, hoy esas leyes están proliferando de nuevo, promovidas por organizaciones internacionales como las Naciones Unidas) que permiten a los agentes del estado violar la santidad de la familia, haciendo cosas a las mentes o cuerpos de los niños que sus padres creen nocivas. Pero yo no pienso que Canadá sea culpable de genocidio, o que las iglesias sean cómplices en el genocidio. Las fallas de ambos, pasadas y presentes, son suficientemente serias sin recurrir a ese término.
   
Aquellos que hablan irreflexivamente de genocidio no disuaden sino que alientan el tipo de actos que con el tiempo conducen al genocidio; actos que no hacen nada por el arrepentimiento nacional y no honran, sino que afean, a los muertos. Honrar a los muertos debe comenzar con la oración, por los que aún sean capaces de encontrar un lugar de oración. De ahí deben moverse al autoexamen, la contrición, y la penitencia o reparación, para que pueda haber reconciliación entre los hombres, y, por la divina misericordia, entre Dios y el hombre.
  
Douglas Farrow es profesor de Teología y Ética en la Universidad McGill (Montréal), y a veces ostenta la cátedra Kennedy Smith de Estudios Católicos.

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