- «Como me envió el Padre, así también yo os envío» (San Juan 20, 21).
- «El que a vosotros oye, a mí me oye» (San Lucas 10, 16).
- «Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones… enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (San Mateo 28, 19-20).
- «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura… el que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado» (San Marcos 16, 15).
«Puesto que es cierto que la luz de la razón se ha oscurecido, y que la raza humana ha caído miserablemente de su antiguo estado de justicia e inocencia a causa del pecado original, el cual se comunica a todos los descendientes de Adán, ¿puede todavía alguien pensar en la razón pura como suficiente para la consecución de la verdad? Si alguien ha de evitar resbalar y caer en medio de tan grandes peligros, ¿puede, en vista de tal debilidad, atreverse a negar la necesidad de la religión y la gracia divina para la salvación?».
«El derecho es una facultad moral, y como Nos hemos dicho, y no puede repetirse demasiado, sería absurdo creer que aquél pertenece naturalmente, y sin distinción, a la verdad y a las mentiras, al bien y al mal».
«Debe afirmarse claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, de cualquier carácter religioso, puede dar un mandato positivo, o una autorización positiva, para enseñar o para hacer aquéllo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral… Cualquier cosa que no responda a la verdad y a la ley moral, objetivamente no tiene derecho a la existencia, ni a la propaganda ni a la acción».
Carta al Obispo de Troyes, por el Papa Pío VII (1814): «Nuestro corazón está aún más afligido por una nueva causa de pena, la cual, admitimos, Nos tormenta, y da surgimiento a un profundo abatimiento y a una angustia extrema: el artículo 22 de la Constitución. No solamente permite la libertad de cultos y de consciencia, para citar los términos mismos del artículo, sino que promete apoyo y protección a esta libertad y, además, a los ministros que son expresión de los cultos…Esta ley hace más que establecer la libertad de todos los cultos, sin distinción, también mezcla la verdad con el error y coloca a las sectas heréticas, y hasta al judaísmo, en igualdad con la santa e inmaculada Esposa de Cristo, fuera de la cual no hay salvación. Además de esto, al prometer privilegios y apoyo a las sectas heréticas y sus ministros, no solamente se toleran y favorecen sus personas, sino sus errores. Esta es implícitamente la desastrosa y siempre deplorable herejía que San Agustín describe en estos términos: “Afirma ella que todos los herejes están en el camino correcto y hablan la verdad. Esto es tan monstruoso y absurdo que no puedo creer que secta alguna la profese”».
«Otra causa que ha producido muchos de los males que afligen a la iglesia es el indiferentismo, o sea, aquella perversa teoría extendida por doquier, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres. De esa cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura (deliraméntum), que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error!, decía San Agustín».
«Y, contra la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, estas personas no dudan en afirmar que ‘la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija’. Y con esta idea de la gobernación social, absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura (deliramentum): esto es, que ‘la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio (o inalienable) de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a todo tipo de libertades, por la cual pueda manifestar sus ideas con la máxima publicidad –ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera–, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma”».
- «15. Todo hombre es libre de abrazar y profesar la religión que él, guiado por la luz de la razón, considere como verdadera».
- «55. La Iglesia debe estar separada del Estado, y el Estado de la Iglesia».
- «77. Al presente, ya no es conveniente que la religión Católica se considere como la única religión del Estado, en exclusión de otros tipos de cultos».
- «79. Además, es falso que la libertad civil de todo tipo de culto, y la otorga de poderes totales para abierta y públicamente manifestar cualesquier opiniones y pensamientos, conduzca más fácilmente a la corrupción de la moral y de las mentes de la gente, y a la propagación de la peste del indiferentismo».
«…La sociedad civil debe reconocer a Dios como a su Padre y Fundador, y debe obedecer y reverenciar Su poder y autoridad. La justicia, por tanto, prohibe, y la razón misma prohibe, al Estado ser ateo; o adoptar una linea de acción que termine en la impiedad, a saber, tratar a las varias religiones (como ellos las llaman) como iguales, y otorgarles promiscuamente derechos y privilegios iguales».
«No concediendo, en tanto, derecho alguno salvo a lo que es verdadero y honesto, la Iglesia Católica no prohibe a la autoridad pública el tolerar lo que está en desacuerdo con la verdad y la justicia, por motivo de evitar un mayor mal, o para obtener o preservar un mayor bien».
Artículo 6.º de la Carta Española: «1) La práctica y profesión de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial.
2) Ninguno será molestado por sus creencias religiosas ni por el ejercicio privado de su religión. No existe autorización para manifestaciones o ceremonias externas aparte de las de la religión católica».
«Se sigue que no debe (el hombre) ser forzado a actuar en contra de su consciencia. Ni, por otra parte, debe impedírsele actuar conforme a ella, especialmente en asuntos religiosos».
«La Iglesia está habituada a prestar seria atención a que nadie sea vea forzado a abrazar la Fe Católica en contra de su voluntad, pues, como sabiamene nos recuerda San Agustín, ‘El hombre no puede creer de otra manera que de su libre albedrío’».
Dignitátis Humánæ: «Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella.
Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe.
Forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohiba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana.
Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil».
1) «El derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza».
2) «Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella».
3) «Las comunidades religiosas tienen también el derecho de que no se les impida la enseñanza y la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe… ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil».
«La ley fundamental del 17 de mayo de 1958, en virtud de la cual la legislación española debe tomar inspiración de la doctrina de la Iglesia Católica, forma la base de la presente ley. Ahora, como ya se conoce, el Segundo Concilio Vaticano aprobó la Declaración sobre la Libertad Religiosa el 7 de diciembre de 1965, declarando en el Artículo 2: ‘El derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil’. Después de esta declaración por parte del Concilio, surgió la necesidad de modificar el Artículo 6 de la Carta Española en virtud del mencionado principio del Estado español. Esta es la razón del porqué la ley orgánica del Estado, fechada 10 de enero de 1967, ha modificado el mencionado artículo 6 como sigue: ‘La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, goza de protección oficial. El Estado garantiza la protección de la libertad religiosa, mediante una provisión jurídica efectiva para salvaguardar la moral y el orden público’».
«Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y qué peor muerte para el alma que la libertad del error!, decía San Agustín. Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida, consideramos ya abierto aquel abismo del que, según vio San Juan, subía un humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio –por parte del pueblo– de las cosas santas y de las leyes e instituciones más respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad, porque, aun la más antigua experiencia enseña cómo los Estados, que más florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria y ansia de novedades».
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