miércoles, 27 de julio de 2022

ENCÍCLICA “Caritáte Christi compúlsi”

La Crisis económica mundial de 1929 causó, además de la miseria de millones de hogares alrededor del mundo, propició la propagación de ideologías como el comunismo y el nacionalismo fascista, valiéndose incluso de ataques contra la Religión.

Pío XI en “Caritáte Christi compúlsi” (Acta Apostólicæ Sedis vol. XXIV, págs. 177-194) muestra los errores morales que, desde el punto de vista cristiano, están en la base de esas teorías políticas. Asimismo, reitera los llamados de oración hechos en oportunidades anteriores, particularmente al Sagrado Corazón de Jesús, para que se obtenga un remedio a los males morales, origen de los males sociales.
  
CARTA ENCÍCLICA “Caritáte Christi compúlsi”, SOBRE LAS SÚPLICAS Y EXPIACIONES QUE DEBEN PRESENTARSE AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS ANTE LAS ACTUALES TRIBULACIONES DEL GENERO HUMANO
  
PÍO XI, a los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos, y los otros Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica.

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
   
Impulsados por la caridad de Cristo, con la Encíclica Nova impéndet del pasado 2 de octubre, invitamos a todos los hijos de la Iglesia Católica, y a todos los hombres de buen corazón, a agruparse en una contienda de amor y de socorro para aliviar en algo las terribles consecuencias de la crisis económica en que se debate a humanidad; ciertamente, con admirable y concorde ánimo, la generosidad y la actividad de todos ha respondido a Nuestra invitación. Sin embargo, la angustia de esta situación se ha agravado, la multitud de los hombres afligidos por un paro forzado ha aumentado prácticamente en todas partes, y de estos problemas abusan los partidos de ideas subversivas para intensificar su propaganda; esto hace que las mismas instituciones públicas estén en crisis, y que el peligro del terror y toda anarquía amenace de modo más grave a la sociedad. En tal estado de cosas, la misma caridad de Cristo Nos estimula a dirigirnos de nuevo a todos vosotros, venerables hermanos, a los fieles a vosotros encomendados, ye en fin a todos los hombres, exhortando a cada uno a unirse y a oponerse con todas sus fuerzas a los males que oprimen a toda la humanidad, y a aquellos aún peores que la amenazan.

Si recorremos con el pensamiento la larga y dolorosa serie de males que, triste herencia del pecado, han señalado al hombre caído las etapas de su peregrinación terrenal, desde el diluvio en adelante, difícilmente nos encontraremos con un malestar espiritual y material tan profundo, tan universal, como el que sufrimos en la hora actual; hasta los terribles calamidades y desastres, que han dejado ciertamente en la vida y en la memoria de los pueblos huellas indelebles, cayeron sobre una nación o sobre otra. En cambio, ahora la humanidad entera se encuentra tan tenazmente agobiada por la crisis financiera y económica que, cuanto más se esfuerza por librarse de ella, tanto más indisolubles resultan sus lazos; no hay pueblo, no hay Estado, no hay sociedad o familia que no sientan, su repercusión en una u otra forma, directa o indirectamente, en mayor o menor grado. Los mismos, escasos por cierto en número, que parecen tener en sus manos, junto con las mayores riquezas, los destinos del mundo; hasta aquellos poquísimos, que con sus especulaciones han sido o son en gran parte la causa de tanto malestar, ellos mismos son con frecuencia sus primeras y más dolorosas víctimas, y arrastran consigo al abismo las fortunas de innumerables otros; verificándose así en modo terrible y en todo el mundo, lo que el Espíritu Santo proclamara para cada uno de los pecadores: «Cada cual es atormentado por las mismas cosas con las que ha pecado» [Sab. 11, 17].

Lamentable estado de cosas que hace gemir Nuestro corazón de padre y Nos hace sentir siempre más íntimamente la necesidad de imitar, en Nuestra pequeñez, el sublime sentimiento del Corazón Sacratísimo de Jesús clamando también aquel: «Tengo compasión de este pueblo» [Marc. 8, 2]. Pero más deplorable aun es la raíz de la que derivan estas cosas, porque, si lo que afirma el Espíritu Santo por boca de San Pablo, «la ambición es la raíz de todos los males» [1.ª Tim. 6, 10], siempre es verdad, parece especialmente aplicable a la actual situación. ¿Y, no es acaso, esta ambición de los bienes terrenales la que el Poeta pagano [1] llamó ya con justo desdén «la execrable sed de oro»; no es, acaso, aquel sórdido egoísmo, que con mucha frecuencia preside las mutuas relaciones individuales y sociales; no es, en fin, la ambición, cualquiera sea su especie y forma, la que ha arrastrado al mundo a los extremos que todos vemos y deploramos? En efecto, de la ambición proviene la mutua desconfianza, que dificulta todo comercio humano; de la ambición, la detestable envidia, que hace considerar como daño propio el provecho de los demás; de la ambición, el individualismo abyecto que todo lo ordena y subordina al propio provecho sin cuidarse de los demás y, más aun, conculca cruelmente todos sus derechos. De ahí el desorden y el injusto desequilibrio por el que las riquezas de las naciones se ven acumuladas en las manos de unos muy pocos favorecidos que regulan a su antojo el mercado mundial, y esto con daño inmenso de las muchedumbres, como ya lo hemos manifestado el pasado año en la Encíclica Quadragésimo anno [2].

Porque, abusando del legítimo amor a la patria y llevando a la exageración aquel sentimiento de justo nacionalismo, que el legítimo orden de la caridad cristiana no sólo no desaprueba sino que regulándolo, lo santifica y le da vida; este mismo egoísmo al insinuarse en las relaciones entre los pueblos, no hay exceso que no parezca justificado, y lo que entre los individuos sería por todos juzgado reprobable, cuando es ejecutado en nombre de tan exagerado nacionalismo, se considera lícito y digno de encomio. De este modo, la divina ley del amor y de la fraternidad humana, que abraza a todos los individuos y a todos los pueblos enlazándolos en una sola familia con un solo Padre que está en los cielos, es sustituida por un inevitable y pernicioso odio. En la vida pública se pisotean los sagrados principios que eran el sostén de toda convivencia social; se alteran los sólidos fundamentos del derecho y de la lealtad sobre los que debería basarse el Estado, se violan y se cierran las fuentes de aquellas antiguas tradiciones que veían en la fe en Dios y en la fidelidad a su ley las bases más seguras del verdadero progreso de los pueblos.

Además —y es éste el mal más terrible de nuestros tiempos— los enemigos de todo orden social, llámense comunistas o tengan cualquier otro nombre, aprovechando tan gran estrechez económica y tanto desorden moral, eliminado cualquier freno y negado todo vínculo de ley divina o humana, se dedican audazmente a levantar la más encarnizada lucha contra la religión y contra el mismo Dios, desarrollando un diabólico programa para arrancar del corazón de todos, hasta de los niños, todo sentimiento religioso, porque saben perfectamente que, arrancada del corazón de la humanidad la fe en Dios, podrán conseguir todo lo que quieran. Y así vemos hoy lo que jamás se viera en la historia, a saber: desplegadas al viento sin reparo las banderas satánicas de la guerra contra Dios y contra la religión en medio de todos los pueblos y en todas las partes del mundo.

Nunca han faltado los impíos, ni nunca faltaron tampoco los ateos; pero eran relativamente pocos y raros, y no osaban o no creían oportuno descubrir demasiado abiertamente su impío pensamiento, como parece pretender insinuar el mismo inspirado Cantor de los Salmos, cuando exclama: «Dijo el necio en su corazón: Dios no existe» [Salmos 13, 1 y 52, 1]. El impío, el ateo, uno entre muchos, niega a Dios, su Creador, pero solo en lo íntimo de su corazón. En cambio, en nuestro tiempo, este pernicioso error, propagado ampliamente en el pueblo, se insinúa en las mismas escuelas públicas, se manifiesta en los teatros; y para que pueda difundirse aún más sus defensores se valen de los más recientes inventos, del cine, del fonógrafo, de la radio; con sus propias tipografías imprime folletos en todos los idiomas; promueve especiales exposiciones y públicas manifestaciones. No solo esto sino que, distribuidos y asociados en facciones políticas, económicas y militares, a través sus heraldos, mediante comités, ilustraciones y todo los demás medios posibles, pueden difundir sus opiniones ostensible u ocultamente, en todas los clases, grupos y encrucijadas, y dedicarse así diligentemente en tan impía obra. Además, apoyándose en la autoridad y los trabajos de sus universidades, dominan finalmente aquella vigorosa actividad para encadenar estrechamente con su bando a los incautos que ellos eligen Al ver tanta laboriosidad puesta al servicio de una causa tan inicua, Nos viene, en verdad, espontáneo a la mente y a los labios el triste lamento de Cristo: «Los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la Luz» [Luc. 16, 8].

Además, los jefes y corifeos de tan inicua facción, llevando la actual crisis económica, a su campo, con dialéctica infernal, acusan ante el pueblo a Dios y a la religión como causa de tan grandes males; sitúan a la Santa Cruz de Nuestro Señor, símbolo de humildad y pobreza, junto con los símbolos del moderno imperialismo, como si la Religión estuviese aliada con esas fuerzas tenebrosas, que tantos males producen entre los hombres. Así intentan, y no sin un fatal éxito, que la lucha por el pan de cada día, el deseo de tener un terreno propio, unos salarios convenientes, habitaciones decorosas, en resumen, un estado de vida adecuado para el hombre, con una abominable guerra contra Dios. Los más legítimos y necesarios deseos, como los instintos más brutales, todo sirve para su programa antirreligioso; como si la ley divina estuviese en contradicción con el bienestar de la humanidad y no fuese por el contrario su única y segura tutela; como si las fuerzas humanas, por los medios de la moderna técnica, pudieran combatir las fuerzas divinas para introducir un nuevo y mejor orden de cosas. Ahora bien, innumerables hombres, lo que es de lamentar, pensando luchar por la existencia, se aferran a estas teorías en una total negación de la verdad, y gritan contra Dios y la Religión; estos asaltos no se dirigen solo contra la religión católica, sino contra todos los que aun reconocen a Dios como Creador del cielo y de la tierra y como absoluto Señor de todas las cosas. Y las sociedades secretas, que están siempre prontas para apoyar la lucha contra Dios y contra la Iglesia, venga del lado que venga, no cesan de excitar cada vez más este odio insano, que no puede traer ni la paz ni la felicidad a ninguna clase social, sino que conducirá ciertamente todas las naciones a la ruina.

Así, esta nueva forma de ateísmo, mientras desencadena los más violentos instintos del hombre, con cínico descaro, proclama que no podrá haber ni paz ni bienestar sobre la tierra, mientras no se haya desarraigado hasta el último vestigio de religión, y no se haya suprimido su último representante. Como si con ello pudiere silenciarse el admirable concierto, con el que lo creado «canta la gloria del Creador» [Salmo 18, 2].

Sabemos, perfectamente, venerables hermanos, que serán vanos todos estos esfuerzos y que, en la hora por Él establecida, se levantará Dios y «se dispersarán sus enemigos» [Salmo 67, 2]; sabemos que «las puertas del infierno no prevalecerán» [Cfr. Mat. 16, 18]; sabemos que Nuestro Redentor, tal como predijo, «golpeará la tierra con el cetro de su boca», y «con el soplo de sus labios» hará morir al impío [Cfr. Isa. 11, 4], y para esos infelices será sobremanera terrible la hora en que caerán «en las manos de Dios vivo» [Hebr. 10, 31].

Esta firme esperanza en el final triunfo de Dios y de su Iglesia Nos viene, por infinita bondad del Señor, confirmada cada día, al comprobar el noble amor que ponen en Dios innumerables almas, en todas las partes del mundo y en todas las clases sociales. Verdaderamente un potente soplo del Espíritu Santo pasa ahora sobre toda la tierra, atrayendo especialmente las almas juveniles a los más sublimes ideales cristianos, elevándolas por encima de todo respeto humano, adaptándolas a cualquier sacrificio por heroico que sea; un soplo divino que sacude todas las almas aun a su pesar y les hace sentir una interna inquietud, una verdadera sed de Dios, aun a aquellas que no se atreven a confesarlo. También Nuestra invitación a los laicos para participar en el apostolado jerárquico desde las filas de la Acción Católica ha sido atendida en todas partes dócil y generosamente; va creciendo continuamente en las ciudades y en los campos el número de aquellos que, con todas las fuerzas, se dedican a la propagación de los principios cristianos y a su aplicación práctica en los actos de la vida pública, mientras procuran al mismo tiempo confirmar sus palabras con los ejemplos de su vida perfecta.

Sin embargo, ante tanta impiedad, ante tan grande ruina de las más santas tradiciones, ante el estrago de tantas almas inmortales, ante tantas ofensas a la divina Majestad no podemos, venerables hermanos, dejar de desahogar todo el amargo dolor que sentimos; no podemos dejar de alzar Nuestra voz apostólica, y con toda la energía tomar la defensa de los conculcados derechos divinos y de los más sagrados sentimientos del corazón humano que tienen tan absoluta necesidad de Dios. Tanto más cuanto que en estas falanges, presas de espíritu diabólico, no se contentan con vociferar, sino que unen todos sus esfuerzos para llevar a cabo cuanto antes sus nefastos designios. ¡Ay de la humanidad, si Dios, tan vilipendiado por sus criaturas, diera, en su justicia, libre curso a esa tormenta devastadora y se sirviera de ella como de un flagelo para castigar al mundo!

Es, por consiguiente, necesario, venerables hermanos, que incansablemente «nos pongamos en contra, como muralla para defender la casa de Israel» [Ez. 13, 5], uniendo también nosotros todas nuestras fuerzas en un único y sólido frente compacto contra las malvadas falanges enemigas tanto de Dios como de la humanidad. En efecto, en esta lucha se ventila el problema fundamental del universo y se trata la más importante cuestión sometida a la libertad humana; con Dios o contra Dios; es ésta, nuevamente, la elección que debe decidir el destino de la humanidad; en la política, en las finanzas, en la moralidad, en las ciencias, en las artes, en el Estado, en la sociedad civil y doméstica, en Oriente y en Occidente, en todas partes se presenta este problema como decisivo por las consecuencias que de él se derivan. De manera que los mismos representantes de una concepción totalmente materialista del mundo ven reaparecer una y otra vez delante de ellos la cuestión de la existencia de Dios que creían ya suprimida, y se ven obligados a reanudar su discusión.

Por ello, pues, conjuramos en el Señor, tanto a los individuos como a las naciones, a deponer ante tales problemas, y en estos momentos de tan encarnizadas luchas vitales para la humanidad, ese mezquino individualismo y abyecto egoísmo, que ciega aún las inteligencias más perspicaces y hace fracasar cualquier noble iniciativa, por poco que esta salga de los estrechos límites del restringidísimo cerco de sus pequeños intereses particulares; únanse todos, aún con graves sacrificios, para salvarse a sí mismos y para salvar a la humanidad. En tal unión de ánimos y de fuerzas deben ser naturalmente los primeros quienes se glorían del nombre de cristianos, recordando la gloriosa tradición de los tiempos apostólicos, «cuando la multitud de los creyentes formaba un solo corazón y una sola alma» [Act. 4, 32]; mas concurran leal y cordialmente también todos los demás que todavía admiten un Dios y le adoran, para alejar de la humanidad el grave peligro que amenaza a todos. Porque, en efecto, creer en Dios es la base indestructible de todo orden social y de toda responsabilidad sobre la tierra; por ello todos los que no quieren la anarquía y el terror deben empeñarse enérgicamente en que los enemigos de la religión no alcancen el objetivo que tan abiertamente han proclamado.

Y no se Nos esconde, venerables hermanos, que en esta lucha por la defensa de la religión se deben usar también todos los medios humanos legítimos que están en Nuestra mano. Por esto, Nos, siguiendo con Nuestra Encíclica Quadragésimo Anno las huellas luminosas de Nuestro Predecesor León XIII de santa memoria, hemos reclamado con toda energía un más equitativo reparto de los bienes de la tierra e indicado los medios más eficaces que deberían devolver la salud y la fuerza al enfermizo cuerpo social, dando tranquilidad y paz a sus dolientes miembros. Porque la irresistible aspiración a alcanzar una conveniente felicidad, aun sobre la tierra, ha sido puesta por el Creador de todas las cosas en el corazón del hombre; y el Cristianismo ha reconocido siempre, y promovido con todo empeño, los justos esfuerzos de la verdadera cultura y del sano progreso para el perfeccionamiento y el desarrollo de la humanidad.

Pero, frente a este odio satánico contra la religión, que recuerda al «misterio de iniquidad» de que habla San Pablo [2.ª Tes. 2, 7], los solos medios humanos y las providencias de los hombres no bastan: y Nosotros, Venerables Hermanos, Nos consideraríamos indignos de Nuestro ministerio apostólico si no tratáramos de señalar a la humanidad los maravillosos misterios de luz que esconden en sí ellos la única fuerza capaz de subyugar las tinieblas. Cuando el Señor, descendiendo de los esplendores del Tabor, devolvió la salud al joven maltratado por el demonio, que sus discípulos no habían podido curar, a la humilde pregunta de éstos: ¿Por qué causa no lo hemos podido nosotros echar?, contestó con las memorables palabras: «Esta especie no se arroja sino mediante la oración y el ayuno» [Mat. 17, 18-20]. Pensamos, venerables hermanos, que este divino consejo debe ser aplicado exactamente a los males de nuestros tiempos, que sólo «por medio de la oración y de la penitencia» pueden ser repelidos.

Teniendo presente, pues, nuestra condición de seres esencialmente limitados y absolutamente dependientes del Ser Supremo, recurramos, antes que nada, a la oración. Sabemos por la fe cuál es el poder de la oración humilde, confiada, perseverante; a ninguna otra obra piadosa fueron jamás acordadas por el Omnipotente Señor unas promesas tan amplias y tan universales, como a la oración: «Pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad y os abrirán. Porque todo aquel que pide recibe; y el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» [Mat. 7, 7-8]. «En verdad, en verdad os digo, que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá» [Juan 16, 23].

¿Y qué motivo más digno de nuestra plegaria, y más relacionado con la persona adorable de Aquél que es el único «mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hecho hombre» [1.ª Tim. 2, 5], que implorarle la conservación sobre la tierra de la fe en el solo Dios vivo y verdadero? Tal ruego lleva ya en sí una parte de su cumplimiento: porque donde un hombre ruega, allí se une a Dios, y mantiene, por tanto, por decirlo así, sobre la tierra la idea de Dios. El hombre que ruega, con su misma humilde actitud, ya profesa ante el mundo su fe en el Creador y Señor de todas las cosas; al reunirse con los demás en oración común reconoce con ello que no sólo el individuo, sino también la sociedad humana tiene sobre sí, en forma absoluta, un Supremo Señor.

¡Verdaderamente qué agradable es para el cielo y para la tierra, contemplar a Iglesia en oración! Desde siglos, sin interrupción, todo el día y toda la noche, se viene repitiendo sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados; no hay hora del día que no esté santificada por su propia liturgia; no hay un solo período, pequeño o grande de la vida, que no tenga un lugar en el agradecimiento, en la alabanza, en la oración, en la reparación de la plegaria común del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia. Así la plegaria misma asegura la presencia de Dios entre los hombres, como lo prometió el Divino Redentor: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» [Mat. 18, 20].

La oración, además, quitará de en medio, precisamente, las mismas causas de las actuales dificultades más arriba por Nosotros indicadas: la insaciable ambición de los bienes terrenales. El hombre que ruega mira hacia arriba, es decir, a los bienes del cielo que medita y desea, todo su ser se hunde en la contemplación del admirable orden creado por Dios, en el que no está presente el deseo de vanagloria ni una pretenciosa competencia de una mayor celeridad; y entonces, casi espontáneamente, se restablecerá aquel equilibrio entre el trabajo y el descanso que, con grave daño de la vida física, económica y moral, falta en absoluto a la moderna sociedad. Y si aquellos que por la superproducción industrial han caído en la desocupación y en la miseria, quisieran dar el tiempo conveniente a la oración, el trabajo y la producción volverían bien pronto a sus límites razonables, y la lucha que ahora divide a la humanidad en dos grandes campos de combate por los intereses transitorios, quedaría absorbida en la noble contienda por la adquisición de bienes celestiales y eternos.

En esta forma también se abriría camino a la tan suspirada paz, como muy brillantemente lo señala San Pablo, donde une precisamente el precepto de la oración con los santos deseos de paz y de la salvación de todos los hombres. «Recomiendo, pues, en primer lugar, que se hagan súplicas, oraciones, votos, acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en alto puesto, a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en el ejercicio de toda piedad honestidad. Esto, en efecto, es cosa buena y agradable a los ojos de Dios, Salvador nuestro, el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen conocimiento de la verdad» [1.ª Tim. 2, 1-4].

Pídase la paz para todos los hombres, y especialmente para aquellos que en la sociedad humana tienen las graves responsabilidades del gobierno; ¿cómo podrán dar paz a sus pueblos si no la tienen consigo mismos?, y es precisamente la oración la que según el Apóstol, debe traernos el regalo de la paz; la oración que se dirige al Padre celestial, que es el Padre de todos los hombres; la plegaria que es la expresión común de los sentimientos de familia, de aquella gran familia que se extiende más allá de los confines de cualquier país y de cualquier continente.

Hombres que en toda nación ruegan al mismo Dios por la paz sobre la tierra, no pueden ser al mismo tiempo portadores de discordia entre los pueblos; hombres que se dirigen en su plegaria a la Divina Majestad no pueden fomentar aquel imperialismo nacionalista que de cada pueblo hace su propio Dios: hombres que miran al Dios «de la paz y de la caridad» [2.ª Cor. 13, 11] que a Él recurren por medio de Cristo, que es «nuestra paz» [Efe. 2, 14], no encontrarán descanso hasta que la paz, que no puede dar el mundo, descienda del Dador de todo bien, sobre los «hombres de buena voluntad» [Luc. 2, 14].

«La paz esté con vosotros» [Juan 20, 19 y 26], fue el saludo pascual del Señor a sus Apóstoles y primeros discípulos; y este saludo de bendición, desde aquellos tiempos primitivos hasta nuestros días, jamás ha faltado en la sagrada liturgia de la Iglesia, y hoy, más que nunca, debe confortar y reanimar los corazones de los hombres oprimidos por las angustias.
  
Mas a la oración hay que añadir también la penitencia, el espíritu de penitencia y la práctica de la penitencia cristiana. Así nos lo enseña el Divino Maestro que ante todo inculcó precisamente la penitencia: «Comenzó Jesús a predicar y decir: Haced penitencia» [Mat. 4, 17]. Así nos lo enseña también toda la tradición cristiana, toda la historia de la Iglesia; en las grandes calamidades, en las grandes tribulaciones del Cristianismo, cuando era más urgente la necesidad de la ayuda de Dios, los fieles espontáneamente, o, lo que era más frecuente, siguiendo el ejemplo y la exhortación de sus sagrados Pastores, han echado mano de las dos valiosísimas armas de la vida espiritual: la oración y la penitencia. Por aquel sagrado instinto, del que casi inconscientemente se deja guiar el pueblo cristiano cuando no ha sido extraviado por los sembradores de cizaña y que por otra parte no es otra cosa que aquel «sentimiento de Cristo» de que nos habla el Apóstol [1.ª Cor 2, 16], los fieles siempre han experimentado en tales casos la necesidad de purificar sus almas del pecado mediante la contrición de corazón, con el sacramento de la reconciliación; y de aplacar la Divina Justicia aun con externas obras de penitencia.

No se nos oculta, lo mismo a vosotros, Venerables Hermanos, que en nuestros días la misma idea y el nombre de expiación y de penitencia han perdido en gran parte la virtud de suscitar aquellos arranques del corazón y aquellos heroísmos de sacrificio que en otro tiempo sabían infundir, mostrándose a los ojos de los hombres de fe como marcados por un carácter divino a imitación de Cristo y de sus Santos: ni faltan quienes quieren eliminar las mortificaciones externas, como cosas de tiempos remotos; sin hablar del moderno hombre autónomo, que desprecia la penitencia como expresión de índole servil, y es así lógico que cuanto más se debilite la fe en Dios, tanto más se confunda y desvanezca la idea del pecado original y de la primera rebelión del hombre contra Dios, y, por tanto, se pierda aun más el concepto de la necesidad de la penitencia y de expiación.

Pero Nosotros, Venerables Hermanos, debemos, en cambio, por Nuestra obligación pastoral, tener bien en alto estos nombres y estos conceptos y conservarlos en su verdadero significado, en su genuina nobleza y más todavía en su práctica y necesaria aplicación a la vida cristiana. A ello nos incita la defensa misma de Dios y de la Religión, que venimos amparando, porque la penitencia es por su naturaleza un reconocimiento y restablecimiento del orden moral en el mundo, fundado en la ley eterna, es decir, en Dios vivo. Quien da a Dios la cumplida satisfacción por el pecado, reconoce en ello la santidad de los supremos principios de la moral, su fuerza interior de obligación, y la necesidad de una sanción contra sus violaciones.

Y es en verdad uno de los más peligrosos errores de nuestra época el haber pretendido separar la moral de la religión, quitando así la solidez de toda base para cualquier legislación. Error intelectual éste, que podía quizás pasar inadvertido y aparecer menos peligroso cuando se limitaba a pocos, y la fe en Dios era aún patrimonio común de la humanidad y tácitamente se presumía también aceptada por aquellos que no hacían de ella profesión declarada. Mas hoy, cuando el ateísmo se difunde entre las masas del pueblo las consecuencias prácticas de ese error se tornan terriblemente tangibles y entran en el campo de la tristísima realidad. En lugar de las leyes morales que se desvanecen junto con la pérdida de la fe en Dios, se impone la fuerza violenta que pisotea todo derecho. La lealtad y corrección de antaño en el proceder y en el comercio mutuo, tan celebrada hasta por los retóricos y poetas del paganismo, da lugar ahora al sórdido afán de ganancia, al que conducen en todas partes, con muchos excesos de modo imprudente y desleal, tanto los negocios como los ajenos. En efecto, ¿cómo puede mantenerse un contrato cualquiera, y qué valor puede tener un pacto, donde no hay ningún compromiso en conciencia? ¿Y cómo se puede hablar de un compromiso en conciencia, donde se ha perdido toda fe en Dios, todo temor de Dios? Desaparecida esta base, cualquier ley moral cae con ella, y no hay remedio alguno que pueda impedir la gradual, pero inevitable ruina de los pueblos, de las familias, del Estado, de la misma civilización humana.

Es, por tanto, la penitencia un arma saludable, que está puesta en las manos de los intrépidos soldados de Cristo, que quieren luchar por la defensa y el restablecimiento del orden moral del universo. Es arma que va directamente a la raíz de todos los males, a saber: a la concupiscencia de las riquezas materiales y de los placeres disolutos de la vida. Mediante sacrificios voluntarios, mediante renuncias prácticas, quizá dolorosas, mediante varias obras de penitencia, el cristiano generoso sujeta las bajas pasiones que tienden a arrastrarlo a la violación del orden moral. Mas, si el celo de la ley divina y la caridad fraterna son en él tan grandes como deben serlo, entonces no sólo se da al ejercicio de la penitencia por sí y por sus pecados, sino que se impone también la expiación de los pecados ajenos, a imitación de los Santos, que con frecuencia se hacían heroicamente víctimas de reparación por los pecados de generaciones enteras; más aún, a imitación del Divino Redentor, que se hizo Cordero de Dios que «quita el pecado del mundo» [Juan 1, 29].

¿No hay acaso, Venerables Hermanos, en este espíritu de penitencia, también un dulce misterio de paz? «No hay paz para los impíos» [Isa. 48, 22], dice el Espíritu Santo, porque viven en continua lucha y oposición con el orden de la naturaleza establecido por su Creador. Solamente cuando se haya restablecido este orden, cuando todos los pueblos lo reconozcan fiel y espontáneamente y lo confiesen; cuando las internas condiciones de los pueblos y las externas relaciones con las demás naciones se funden sobre esta base, sólo entonces será posible una paz estable sobre la tierra. Mas, no bastarán a crear esta atmósfera de paz duradera ni los tratados de paz, ni los más solemnes pactos, ni los convenios o conferencias internacionales, ni los más nobles y desinteresados esfuerzos de cualquier hombre de Estado, si antes no se reconocen los sagrados derechos de la ley natural y divina. Ningún dirigente de la economía pública, ninguna fuerza organizadora podrá llevar jamás las condiciones sociales a una pacífica solución, si antes en el mismo campo de la economía no triunfa la ley moral basada en Dios y en la conciencia. Este es el valor fundamental de todo valor, tanto en la vida política como en la vida económica de las naciones; ésta es la moneda más segura, considerada la más firme, por la que las demás serán también estables ya que están garantizadas por la inmutable y eterna ley de Dios.

También para los hombres individualmente es la penitencia base y vehículo de paz verdadera, alejándolos de las riquezas terrenales y caducas, elevándolos hacia los bienes eternos, dándoles aún en medio de las privaciones y adversidades una paz que el mundo con todas sus riquezas y placeres no puede darles. Uno de los cánticos más serenos y jubilosos que jamás se oyera en este valle de lágrimas ¿no es acaso el célebre “Cántico al Sol o de las Criaturas” de San Francisco? Pues bien; quien lo compuso, quien lo escribió, quien lo cantó, era uno de los más grandes penitentes, el Pobrecito de Asís, que nada absolutamente poseía sobre la tierra y llevaba en su cuerpo extenuado los dolorosos estigmas de su Señor Crucificado.

Por consiguiente, la oración y la penitencia son las dos poderosas fuerzas espirituales que en este tiempo nos ha dado Dios para que le reconduzcamos la humanidad extraviada que vaga sin guía por doquiera; fuerzas espirituales, que deben disipar y reparar la primera y principal causa de toda rebelión y de toda revolución: es decir, la rebelión contra Dios. Pero los mismos pueblos están llamados a decidirse por una elección definitiva: o ellos se entregan a estas benévolas y benéficas fuerzas espirituales, y se vuelven, humildes y contritos, a su Señor, Padre de misericordia; o se abandonan, junto con lo poco que aún queda de felicidad sobre la tierra, en poder de! enemigo de Dios, a saber: al espíritu de la venganza y de la destrucción. No Nos queda, pues, otra cosa sino invitar a esta pobre humanidad que ha derramado tanta sangre, que ha abierto tantas tumbas, que ha destruido tantas obras, que ha privado de pan y de trabajo a tantos hombres, no Nos queda, repetimos, sino invitarla con las tiernas palabras de la sagrada Liturgia: «¡Conviértete al Señor tu Dios!» [3].

Y ¿qué ocasión más oportuna podríamos indicaros, oh Venerables Hermanos, para tal unión de plegarias y reparaciones, que la próxima fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? El verdadero espíritu de tal solemnidad, como lo hemos demostrado ampliamente hace cuatro años, en la Encíclica «Misserentíssimus Redémptor» [4] es precisamente el espíritu de amorosa reparación y por ello hemos querido que en tal día de cada año y para siempre se rinda, en todas las iglesias del mundo, público acto de reparación por tantas ofensas que hieren a ese Divino Corazón.

Sea, pues, este año la fiesta del Sagrado Corazón para toda la Iglesia, una santa emulación de reparación y de impetración. Acudan en gran número los fieles a la mesa eucarística, acudan al pie de los altares a adorar al Salvador del mundo bajo el velo del Sacramento, que vosotros, Venerables Hermanos, procuraréis esté en ese día solemnemente expuesto en todas las Iglesias; desahoguen en aquel Corazón misericordioso, que ha conocido todas las penas del corazón humano, el desborde de su dolor, la firmeza de su fe, la confianza de su esperanza, el ardor de su caridad. Ruéguenle, interponiendo el poderoso patrocinio de María Santísima, Mediadora de todas las gracias, por sí y por sus familias, por su patria, por la Iglesia; ruéguenle por el Vicario de Cristo en la tierra y por los demás pastores, que con Él soportan el formidable peso del gobierno espiritual las almas; ruéguenle por los hermanos creyentes, por los hermanos extraviados, por los incrédulos, por los infieles; y, finalmente, por los mismos enemigos de Dios y de la Iglesia, para que se conviertan. Manténgase después el espíritu de oración y de reparación intensamente vivo y activo en todos los fieles durante toda la octava, privilegio litúrgico del que Nosotros hemos querido fuese enriquecida esta fiesta: háganse durante estos días, en la forma que cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, según las circunstancias locales, creyera oportuno prescribir o aconsejar, públicas rogativas y otros devotos actos de piedad según las intenciones brevemente mencionadas más arriba: «a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia, para ser socorridos en el oportuno» [Hebr. 4, 16].

Sea ella en realidad para todo el pueblo cristiano una octava de reparación y de santa tristeza; sean días de mortificación y de plegaria. Absténgase los fieles de espectáculos y diversiones aun lícitas; prívense los más acomodados, voluntariamente, en espíritu de austeridad, de alguna cosa de su habitual modo de vida, aún cuando este fuera moderado; antes bien prodiguen a los pobres el fruto de aquella economía, ya que la limosna es también un óptimo medio para aplacar la Divina Justicia y atraerse las divinas misericordias. Y los pobres, y todos aquellos que en este tiempo se encuentran bajo la dura prueba de la falta de trabajo y de pan, ofrezcan con igual espíritu de penitencia, con mayor resignación, las privaciones que les son impuestas por los difíciles tiempos y por la condición social que la Divina Providencia les ha señalado en sus inescrutables pero siempre amorosos designios; acepten ánimo humilde y confiado, de la mano de Dios, los efectos de la pobreza agravados por las estrecheces en se agita actualmente la humanidad, elévense más generosamente hasta divina sublimidad de la Cruz de Cristo, reflexionando que si el trabajo es uno de los mayores valores de la vida, ha sido, sin embargo, el amor de un Dios paciente el que ha salvado al mundo; confórtense en la seguridad de que sus sacrificios y penas cristianamente soportados concurrirán eficazmente a apresurar la hora de la misericordia y de la paz.

El Corazón Divino de Jesús escuchará las voces y suplicas de su Iglesia y finalmente dirá a su Esposa, que gime a sus pies bajo el peso de tal cumulo de penas y dolores males: «Grande es tu fe, hágase como tú deseas» [Mat. 15, 28].

Con esta fe, que confirma la recordada Cruz, sagrado signo y preciosísimo instrumento de la humana redención, cuya gloriosa invención celebramos hoy, impartimos con paternal afecto, a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y pueblo, a todo el orbe católico, la Apostólica Bendición.

Dado en Roma, en San Pedro, en la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, 3 de Mayo del año 1932, undécimo de Nuestro Pontificado. PÍO XI
 
NOTAS
[1] Virgilio, Eneida cap. III, 57.
[2] 15 de mayo de 1931.
[3] Ecles. 17, 21: Oficio de la Semana Santa. Lamentaciones de Jeremías en Maitines.
[4] 8 de mayo de 1928.

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