León, obispo, a su carísimo hermano Flaviano.
Leída la carta de tu caridad (y nos maravilla que haya sido escrita tan tarde), y según muestra el orden de las actas de los obispos, finalmente hemos podido darnos cuenta del escándalo surgido entre vosotros contra la integridad de la fe. Lo que al principio nos parecía oscuro, se nos aparece en toda su claridad. Eutiques, que parecía digno de honor por su dignidad de sacerdote, ahora se nos resalta como muy imprudente e incapaz. También a él se le podría aplicar la palabra del profeta No quiere comprender para no tener que actuar rectamente. Ha meditado la iniquidad en su corazón.
¿Qué puede ser peor en realidad que ser impío y no querer someterse a los más sabios y doctos? Caen en esta necedad aquellos que al encontrar alguna oscura dificultad en el conocimiento de la verdad, no recurren a los testimonios de los profetas, a las cartas de los apóstoles o a las afirmaciones del Evangelio, sino a sí mismos, y se hacen en consecuencia maestros del error propio porque no han querido ser discípulos de la verdad. ¿Qué conocimiento puede tener de las sagradas páginas del Antiguo y Nuevo Testamento quien no sabe comprender siquiera los primeros elementos el símbolo? Lo que viene expresado en todo el mundo por la voz de todos los bautizandos no es todavía entendido por el corazón de este anciano.
No sabiendo lo que debería pensar sobre la encarnación del Verbo de Dios, y no queriendo aplicarse al campo de las Sagradas Escrituras para obtener luces para la inteligencia, habría tenido, por lo menos, que escuchar con atención la común y unánime confesión con que el conjunto de los fieles profesa creer en Dios padre omnipotente, en Jesucristo su único hijo, nuestro señor, nacido del Espíritu Santo y de María virgen: tres afirmaciones con las cuales vienen destruidas las construcciones de casi todos los herejes. Si de hecho cree que Dios es omnipotente y padre, se demuestra con ello que el Hijo le es coeterno, en nada distinto del Padre, porque es Dios nacido de Dios, omnipotente que viene de omnipotente, coeterno que procede de eterno, y no es posterior a él en el tiempo, inferior en poder, distinto en gloria, diverso por esencia. Este eterno unigénito del eterno Padre, por lo demás, nació por obra del Espíritu santo y de María virgen; y este nacimiento en el tiempo no ha quitado nada, como tampoco nada ha agregado, a aquel nacimiento divino y eterno, consagrado enteramente a la redención del hombre, que había sido engañado, y para, con su poder, vencer la muerte, y destruir al diablo, que poseía el dominio de la muerte. Nosotros no podríamos haber vencido al autor del pecado y de la muerte, si no hubiera asumido y hecha suya nuestra naturaleza aquel al cual el pecado no habría podido contaminar ni la muerte tener en su dominio. Él en realidad fue concebido por el Espíritu santo en el seno de la virgen María, que lo dio a luz en su integridad virginal, del mismo modo que sin disminución de la virginidad lo había concebido.
Si Eutiques no era entonces capaz de obtener de esta purísima fuente de la fe cristiana el genuino significado, porque había oscurecido el resplandor de una verdad tan evidente con la propia ceguera, habría debido someterse a la doctrina del Evangelio. Mateo dice: Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Él debió consultar también la enseñanza de la predicación apostólica, y leer en la carta a los Romanos: Pablo, siervo de Jesucristo, llamado apóstol, elegido para la predicación del evangelio de Dios, que ya había prometido a través de los profetas en las sagradas escrituras con relación a su Hijo, que le nació de la estirpe de David, según la carne, habría debido dirigir su atención a las páginas de los profetas, compenetrándose de la promesa de Dios a Abrahán, cuando dice: en tu descendencia serán benditas todas las naciones, para no tener que dudar de la identidad de esta descendencia, habría tenido que seguir al apóstol que dice: Las promesas fueran hechas a Abraham y a su descendencia. No dice a sus descendientes, como si fueran muchos; sino, como si fuera una: a su descendencia, que es Cristo. Habría también comprendido con el oído interior la profecía de Isaías cuando dice: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo y lo llamará Emanuel, que significa Dios con nosotros. Y habría leído con fe la palabra del mismo profeta: Nos ha nacido un niño, nos fue dado un hijo, su poder estará sobre sus espaldas. Y lo llamarán ángel de suma prudencia, Dios fuerte, príncipe de la paz, Padre del tiempo futuro, y no diría con engaño que el Verbo se hizo carne de un modo tal, que Cristo nacido de la Virgen aunque tuviese la forma de un hombre, no tendría la realidad del cuerpo de la madre. Tal vez él pudo haber pensado que nuestro Señor Jesucristo no tenía nuestra naturaleza por el hecho de que el ángel mandado a la beata virgen María dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la fuerza del altísimo lo cubrirá con su sombra. Y por eso el ser santo que nacerá de ti será llamado hijo de Dios, casi, dado que la concepción de la Virgen fue efecto de una operación divina, el cuerpo por ella concebido no proviniese de la naturaleza de quien lo concebía. Pero no debe ser entendida así esta generación, singularmente admirable y admirablemente singular, como si por la novedad de la creación hubiese anulado aquello que es propio del género humano. Ahora bien, el Espíritu Santo hizo fecunda a la Virgen, pero la realidad el cuerpo proviene del cuerpo. Y mientras la sabiduría se edificaba una casa, el verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros, con aquella carne que había tomado del hombre y que el espíritu racional animaba.
Salvada entonces las propiedades de cada una de las dos naturalezas, que concurrieron a formar una sola persona, la majestad se reviste de humildad; la fuerza, de debilidad; la eternidad, de lo que es mortal; y para poder anular la deuda de nuestra condición, una naturaleza inviolable se une a una naturaleza capaz de sufrir; y para que, al como lo exigía nuestra condición, un idéntico mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo pudiese morir según una naturaleza, y no pudiese morir según la otra. En la completa y perfecta naturaleza de hombre verdadero, entonces, nació el Dios verdadero, completo en sus facultades, completo en las nuestras. Cuando decimos “nuestras” entendemos aquellas facultades que el creador puso en nosotros desde el principio, y que ha asumido para restaurarlas. Pero, de hecho, aquellos elementos que el engañador introdujo, y que el hombre engañado aceptó, no dejan huella alguna en el salvador. Ni porque quiso participar en todo en las humanas miserias, fue por ello partícipe de nuestros pecados. Tomó la forma de un siervo sin la mancha del pecado, elevando lo que era humano sin rebajar lo que era divino, porque por ese rebajamiento por el cual de invisible se hace visible, y aun siendo señor y creador de todas las cosas, quiso ser de los mortales, fue condescendencia de la misericordia, no debilidad del poder.
Porque conservando la forma de Dios hizo de hombre, se hizo hombre en la forma de siervo. Cada naturaleza conserva, de hecho, sin defecto aquello que le es propio. Y como la naturaleza divina no suprime la de siervo, así la naturaleza de siervo no trae ningún daño a la divina. Pero el diablo, se gloriaba de que el hombre, engañado por su astucia, había perdido los dones divinos, había sido despojado de la dote de la inmortalidad, había de enfrentar una dura sentencia de muerte, y, en consecuencia, el diablo en sus males había encontrado un cierto consuelo en la común suerte de los prevaricadores, y de que también Dios, según la exigencia de la justicia para con el hombre, (con aquel hombre que tanto había honrado al crear), había tenido que modificar su designio. Fue necesario entonces, que en la economía de su secreto consejo, Dios, que es inmutable, y cuya voluntad no puede ser privada de su innata bondad, completara, por así decirlo, el primitivo designio de su benevolencia hacia nosotros con un más profundo y misterioso plan divino, y así el hombre, arrastrado a la culpa por el engaño de la maldad diabólica, no pereciera contraviniendo con ello el designio de Dios.
El Hijo de Dios, descendiendo de la sede de los cielos, sin cesar de ser partícipe de la gloria del Padre, hace ingreso en este mundo bajo, generado según un orden y un nacimiento totalmente nuevos, porque, siendo invisible por su naturaleza divina, se hizo visible en la nuestra, porque siendo incomprensible, quiso ser comprendido; siendo atemporal, comenzó a existir en el tiempo; siendo Señor de todas las cosas, asumió la naturaleza de siervo, escondiendo la inmensidad de su majestad; siendo, en cuanto Dios, incapaz de sufrir, no desdeñó hacerse hombre sujeto al sufrimiento, finalmente, porque siendo inmortal, quiso someterse a las leyes de la muerte. Generado según un nuevo nacimiento, porque la virginidad inviolada no conoció la pasión, y suministró la materia de la carne. De la madre el Señor asumió la naturaleza, no la culpa. Y en nuestro señor Jesucristo, generado en el seno de la virgen, el nacimiento admirable no le da a la naturaleza una condición distinta de la nuestra. Este, en verdad es verdadero Dios, aquél es verdadero hombre. En esta unión nada hay de incongruente, encontrándose contemporáneamente juntos la bajeza del hombre y la alteza de la divinidad.
Así como, de hecho, Dios no muda por su misericordia, así el hombre no es anulado por la dignidad divina. De hecho, cada una de las dos naturalezas, opera conjuntamente con la otra en aquello que le es propio: y así el Verbo, aquello que es del Verbo; la carne, a su vez, aquello que es de la carne. La una brilla por sus milagros, la otra, sometida a las injurias. Y como al verbo no le conviene nada menos que la igualdad con la gloria paterna, así la carne no abandona la naturaleza humana. La misma e idéntica persona, de hecho, - algo que debemos repetir frecuentemente – es verdadero hijo de Dios y verdadero hijo del hombre: Dios, porque en principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios; hombre porque: El Verbo se hizo carne y estableció su morada entre nosotros, Dios, porque todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él nada se hizo de cuanto fue hecho, hombre, porque nació de una mujer sometida a la ley. El nacimiento de la carne manifiesta la naturaleza humana; el parto de una Virgen es el signo del poder de Dios. La infancia el niño está testimoniada por la humilde cuna, la grandeza del Altísimo es proclamada por las voces de los ángeles. En su nacimiento es similar a los otros hombres, aquellos que Herodes intenta matar; pero es señor de todas las cosas aquel que los magos tuvieron la dicha de poder postrados adorar Ya cuando se dirigió a Juan su precursor para el bautismo, para que no quedara oculto que bajo el velo de la carne se escondía la divinidad, la voz del Padre, tronando desde el cielo, dijo: Este es mi hijo predilecto, en el cual me he complacido. Aquel que la astucia del demonio tentó como hombre, como a un Dios sirven los ángeles. Tener hambre, tener sed, cansarse y dormir, evidentemente que es propio de hombres, pero saciar cinco mil hombres con cinco panes, dar agua viva a la samaritana, la que producía el efecto de que quien la bebía no tenía nunca más sed, caminar sobre la superficie del mar sin que se hundan sus pies, y poner dóciles los vientos furiosos después de haber amonestado a la tormenta, todo esto, sin duda, es cosa divina. Como, por ejemplo, para evocar muchas cosas, no es de la misma naturaleza llorar con piadoso afecto a un amigo muerto y reclamarlo a la vida, resucitado, con el solo mandato de la voz, sacando de en medio la piedra de una tumba sellada ya hacía cuatro días; colgar de una cruz y conmover los elementos de la naturaleza, transformando la luz en tinieblas; o ser traspasado por clavos y abrir las puertas del paraíso, a la fe del ladrón; lo mismo que no es de la misma naturaleza decir: El Padre y yo somos una sola cosa y decir: El Padre es mayor que yo. Aun cuando en realidad, en el señor Jesucristo haya una sola persona para Dios y el hombre, otro es el elemento del cual surja para uno y otro la ofensa, como es otro el elemento del cual emana para uno y otro la gloria. Por nuestra naturaleza posee una humanidad inferior al Padre, del Padre le deriva una divinidad igual a la del Padre.
Precisamente por esta unidad de persona, que ha de entenderse como propia de cada una de las dos naturalezas, se lee que el Hijo del hombre descendió de los cielos, mientras que el Hijo de Dios asumió la carne de la Virgen María, de la cual nació, y, por otra parte, se dice que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, aun cuando no haya sufrido esto en la misma divinidad, por la cual el unigénito es coeterno y consubstancial al Padre, sino en la limitación de la naturaleza humana. Precisamente por esto, confesamos todos, incluso en el Símbolo que el Hijo unigénito de Dios fue crucificado y sepultado, según las palabras del apóstol: Si lo hubieran conocido, no habrían jamás crucificado al Señor de la gloria. Y nuestro mismo Señor y Salvador, queriendo instruir en la fe con sus preguntas a los discípulos; ¿Quién, dijo, dicen los hombres que sea el Hijo del hombre? Ellos refieren las varias opciones de los otros. Y ustedes, continuó, ¿quien dicen que soy yo? Yo, que soy el Hijo del hombre y que ustedes ven bajo el aspecto de un siervo y en la verdad de la carne, ¿quién dicen ustedes que soy? Fue entonces cuando San Pedro, divinamente inspirado y destinado a confortar a todas las naciones con su confesión, Tú eres el Cristo, dijo, el Hijo del Dios vivo. Y bien, con razón fue llamado feliz por el Señor y de la piedra principal obtuvo la solidez y el nombre, aquel que por revelación del Padre reconoció en él al Hijo de Dios y Cristo, porque aceptar una cosa sin la otra no habría llevado a la salvación. Y había igual peligro en creer que el Señor Jesús fuese solo Dios, sin ser hombre, o sólo hombre sin ser Dios.
Después de la resurrección del Señor, que ciertamente ocurrió en el verdadero cuerpo, pues no resucitó sino aquel que había sido crucificado y muerto, ¿qué otra cosa hizo sino purificar íntegramente nuestra fe de todos los errores? Para esto, Él hablaba con sus discípulos, y viviendo y comiendo con ellos, les permitía, sobrecogidos como estaban de las dudas, acercársele y tener frecuente contacto con Él; estando las puertas cerradas entró donde estaban los discípulos, y son su soplo les dio el Espíritu santo, y daba luces a la inteligencia y develaba el sentido misterioso y profundo de las Sagradas Escrituras, mostraba repetidamente la herida de su costado, y las llagas de los clavos, y todos los signos de la recientísima pasión, diciendo: Miren mis manos y mis pies, soy yo, toquen, un espíritu no tiene ni carne ni huesos, como, en cambio, ustedes ven que los tengo yo, para que pudiesen constatar que las propiedades de las naturalezas divina y humana permanecían en él, y así supiéramos que el Verbo no es la misma cosa que la carne y confesásemos que el Verbo y la carne constituyen un solo Hijo de Dios.
Frente a este sacramento de la fe, Eutiques se demuestra bien desprovisto, él que en el Unigénito de Dios, ni a través de la humildad de un estado sujeto a la muerte, ni a través de la gloria de la resurrección ha reconocido nuestra naturaleza, ni se ha conmovido con las palabras del bienaventurado Juan, apóstol y evangelista, cuando dice: Cualquiera que confiese que Jesucristo apareció en la carne, es de Dios, y cualquiera que divide a Jesús, no es de Dios, más aún, es el anticristo. Y ¿qué dividiríamos en Jesús, sino separar en él la naturaleza humana y con vanísima decisión negar el único misterio por el cual fuimos salvados? Por lo demás, el que se debate en las tinieblas sobre lo que se refiere a la naturaleza del cuerpo de Cristo, debe por fuerza anular con la misma ceguera todo lo que se refiere a su pasión. Si, entonces, no sostiene que es falsa la cruz del Señor, y no duda que la muerte haya sido verdadera, aceptada para la salvación del mundo, deberá necesariamente admitir la carne de aquel que cree que murió. No podrá refutar que fue hombre con un cuerpo similar al nuestro aquel que reconoce que sufrió. Porque negar la verdad de la carne es negar la realidad de la pasión corpórea.
Si entonces él acepta la fe cristiana y no descuida escuchar la palabra del Evangelio, considere cuál naturaleza – traspasada de clavos haya estado suspendida del madero de la cruz, y considere el costado del crucificado, atravesado por la lanza, de donde saliera sangre y agua, para que la iglesia de Dios fuera regada de una ablución y una fuente. Escuche albienaventurado Pedro predicar que la santificación viene con la aspersión de la sangre de Cristo. Lea y reflexione, la expresión del mismo apóstol, cuando dice: Sepan que, según la tradición de los padres, no fueron redimidos de su vano modo de vivir con oro ni plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Jesucristo, cordero puro e inmaculado.
Y tampoco resista el testimonio del bienaventurado apóstol Juan, que dice; : La sangre de Jesús, hijo de Dios, nos purifica de todo pecado. Y también: esta es la victoria que derrota al mundo, nuestra fe. ¿ Quién es aquel que vence al mundo, sino ese que cree que Jesús es el hijo de Dios? Al que ha venido a través del agua y la sangre, Jesucristo, no sólo en el agua, sino en el agua y la sangre. Y es el Espíritu el que da testimonio. Porque el Espíritu es la verdad. Porque son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre. Y estos tres son una sola cosa. Naturalmente, debe entenderse el espíritu de santificación, la sangre de la redención, el agua del bautismo: tres cosas que son una misma, aun cuando conservan su individualidad, y ninguna de ellas está separada de las otras. Porque la iglesia católica vive y progresa en esta fe: que en Cristo Jesús no hay humanidad sin divinidad, ni divinidad sin verdadera humanidad.
Examinado e interrogado Eutiques por ti, respondió: “Confieso que nuestro Señor Jesucristo tuvo dos naturalezas antes de su unión, pero que tuvo una sola después de la unión”, me admira como una profesión de fe tan absurda y perversa no haya encontrado en los jueces una severa reprensión y que un discurso tan tonto haya podido pasar como si no tuviera nada de ofensivo. Es igualmente impía la afirmación: que el hijo unigénito de Dios antes de la encarnación haya tenido dos naturalezas, y la otra afirmación que después que el Verbo se hizo carne, haya habido en él una sola naturaleza.
Para que Eutiques no deba creer haber hecho esta afirmación o conforme a verdad o al menos tolerablemente (por el hecho de no haber sido refutado por ninguna sentencia contraria)nosotros exhortamos tu caridad siempre solícita, amadísimo hermano, para que, si por la gracia de la misericordia de Dios la causa se va resolviendo de modo satisfactorio, la imprudencia de un hombre tan ignorante sea purificada también de esta peste de pensamiento. Él, tal como documenta la relación de las actas, había rectamente comenzado a renunciar a sus ideas cuando, constreñido por vuestra sentencia, afirmaba admitir cuanto antes no admitía, y adherir a la misma fe de la cual antes se había mostrado distante. Pero el hecho de que no quisiera dar su consentimiento cuando se trató de condenar la impía doctrina, tu fraternidad bien comprendió que él permanecía en su pérfida opinión, y se hacía digno de recibir un juicio condenatorio. Si más tarde el se arrepiente sincera y útilmente, y reconoce, aunque sea tardíamente, con cuanta razón se puso en actividad la autoridad de los obispos, si a plena satisfacción él condenare a viva voz y firmando de su mano todos sus errores, ninguna misericordia, por grande que sea, será digna de ello. Nuestro Señor, de hecho, verdadero y buen pastor, que da su vida por las ovejas, que viene a salvar a las almas de los hombres y no a perderlas, desea que seamos imitadores de su piedad. Y si la justicia ha de reprimir al que comete falta, la misericordia no puede rechazar al que se convierte. Y es entonces, que la fe verdadera resulta defendida con abundantísimo fruto cuando el error es condenado aun por aquellos que lo sostienen.
Para conducir a término, piadosa y fielmente esta materia, hemos mandado como nuestros representantes a nuestros hermanos Julio, obispo y Renato, presbítero del título de San Clemente, junto a mi hijo Hilario, diácono. Les hemos agregado a Dolcicio, nuestro notario, cuya fidelidad a toda prueba nos es evidente. Y confiamos que les asista el auxilio divino, para que aquel que ha errado, una vez condenado su malvado modo de sentir, sea salvado. Dios te custodie en salud, hermano amadísimo.
Dado en los Idus de Junio, en el consulado de los preclaros Asterio y Protógenes (13 de Junio del 449).
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