Después de la toma de Roma por los bersaglieri del masón José Garibaldi al servicio de la Casa de Saboya, las sectas protestantes hasta entonces proscritas del territorio de los Estados Pontificios empezaron a propagarse por la misma Ciudad, amparadas por las leyes de tolerancia religiosa del novel Reino de Italia y con el patrocinio de sociedades de misiones y/o de los gobiernos de Inglaterra y Alemania (y en una época posterior, de los Estados Unidos).
Para hacer frente a esta situación, León XIII inspiró en 1899 la Obra de la Conservación de la Fe en el Vicariato de Roma (obra que ya existía en otras diócesis de Italia) a fin que se prevenga a los fieles sobre los peligros de las sectas, que se estaban empezando a propagar valiéndose de la ignorancia, la pobreza y la debilidad de muchos. Y con el propósito de impulsar esta obra de defensa precisamente en el centro del mundo católico, el papa Pecci le escribe la carta Già fin dagli esordi (en latín Inde Nos a Pontificátus exórdiis) [publicada en Acta Sanctæ Sedis XXXIII (1900-1901), págs. 194-198], que hoy tenemos la oportunidad de traducir al español.
Esta carta contrasta en forma radical con el proceder de los usurpadores modernistas, particularmente con Francisco Bergoglio, que condena el proselitismo católico mientras que él mismo defiende el de las falsas religiones y le hace proselitismo a causas mundanas como el ecologismo, la ideología de género, la coronavacuna y la Agenda 2030.
CARTA APOSTÓLICA DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR LEÓN, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA XIII, SOBRE EL PROSELITISMO PROTESTANTE EN ROMA
Al Señor cardenal Pedro Respighi, Nuestro Vicario General.
Señor Cardenal,
Casi desde el comienzo de Nuestro Pontificado, Nos debimos señalar al activo proselitismo de la herejía y el consecuente peligro al que era expuesta la fe de Nuestro pueblo como uno de los daños más deplorables que el cambiado orden de cosas trajo a esta Capital del mundo católico. Y con tal próposito, dirigiéndonos a Nuestro Cardenal Vicario (Cartas Apostólicas a Rafael Monaco La Valletta, Cardenal Vicario de Roma, 26 de Junio de 1878 y 25 de Marzo de 1879, hemos impartido repetidamente a los fieles exhortaciones, consejos y advertencias, poniéndolos en guardia contra las múltiples tentativas que sectas de todo tipo, venidas del extranjero, estaban trabajando aquí, bajo la tutela de las leyes públicas, por esparcir en las almas de los creyentes, el veneno de la negación y del error.
Pero si por un lado nos alegramos de reconocer que Nuestra palabra, fortalecida por atención ininterrumpida, no fue carente de buenos resultados; por el otro nos vemos obligados a confesar que por la pertinacia de los enemigos de la católica religión, redoblada por los poderosos auxilios que les llegan del extranjero, el mal, lejos de disminuir, fue aumentando, especialmente en estos últimos tiempos. Por esto Nos es necesario, Señor Cardenal, volver sobre este penoso e importante argumento, que se conecta tan íntimamente con los derechos y deberes de Nuestro Apostólico Ministerio y con el amor tierno y paterno que tenemos a Nuestra población se Roma.
Es actualmente notorio a cualquiera por la evidencia de los hechos, que el designio concebido por las sectas heréticas, emanación multiforme del protestantismo, es el de plantar la bandera de la discordia y de la rebelión religiosa en la Península, pero sobre todo en esta alma Urbe, en la cual el mismo Dios, con admirable disposición de los acontecimientos, fundó el centro de aquella fecunda y sublime unidad, que fue el objeto de la oración dirigida por nuestro Divino Salvador a suo Padre celestial (Joann. XVII., 11, 21), y que los Papas conservaron celosamente aun a costa de su vida, y a despecho de las oposiciones de los hombres y el discurrir del tiempo.
Después de haber destruido en sus respectivas patrias, con discordes y opuestos sistemas, las antiguas y veneradas creencias que formaban parte del sacro depósito de la revelación; después de haber infundido en las almas de sus secuaces el hálito glacial de la duda, de la división y de la incredulidad (ruina inmensa, que desde el fondo del corazón deploramos y Nos mueve a compasión, reconociendo en todas estas criaturas los hijos del mismo Padre y redimidos por la misma Sangre), las antedichas sectas se han introducido en esta Viña electa del Señor a fin de continuar su obra destructora y funesta. No pudiendo contar con la fuerza de la verdad, ellos se aprovechan de la indefensa ternura de los años, de la insuficiencia de la cultura, de las aflicciones de la indigencia, y de la simplicidad de muchos, accesible a las lisonjas, los engaños y las seducciones, para extinguir o al menos reducir la fe católica en las almas.
Ante todo, Nos sentimos frente a esto la necesidad de declarar públicamente, como hemos hecho tantas veces, cuán penosa es la condición hecha al Jefe de la Iglesia Católica, constreñido a observar el libre y progresivo desarrollo de la herejía en esta Ciudad santa, de la cual debe expandirse por todo el mundo la luz de la verdad y del ejemplo, y que debería ser la sede respetada del Vicario de Jesucristo. Como no bastase para corromper la mente y el corazón del pueblo el torrente de malsanas doctrinas y de depravaciones, que irrumpe diaria e impunemente por los libros, por las cátedras de enseñanza, por los teatros, y los periódicos, debía agregarse a todas estas causas de perversión el insidioso trabajo de hombres heréticos, los cuales luchando entre sí, están de acuerdo únicamente en vilipendiar el supremo Magisterio pontifìcio, el Clero católico y los dogmas de nuestra santa religión, de los cuales no comprenden el significado y mucho menos la augusta belleza. De ahí que los fieles, los cuales desde todas las regiones, aun las más remoras, afluyen peregrinando a Roma para encontrar descanso a su piedad y a su fe, deben permanecer profundamente entristecidos al ver este suelo, bañado como está de la sangre de los mártires, invadido por sectas de toda especie, encaminadas únicamente a arrancar de las almas aquella religión, que sin embargo fue declarada religión del estado, y que forma el objeto principal de su amor y de su culto.
Vuestra Excelencia comprenderá fácilmente, Señor Cardenal, cuán doloroso es a Nuestro corazón este estado de cosas, y cuán vivo es Nuestro deseo de ver adoptados remedios oportunos que valgan, si no para remover enteramente el mal, al menos para mitigar su gravedad y aspereza. Y es por eso que Nos fueron de no poco alivio la fundación de una Obra egregia, a la cual Nos mismos demos inspiración e impulso, que se intitula de la Conservación de la Fe, y más todavía por los satisfactorios resultados que ella ha comenzado a obtener mediante el celo infatigable de aquellos que la dirigen y hacen parte de ella.
Nos queremos, Señor Cardenal, contando con Vuestra conocida y acostumbrada diligencia, que esta saludable obra, tan adecuada a la presente necesidad, se sostenga, se refuerce y se propague hasta constituir una defensa eficaz y gallarda contra el señalado peligro. A ella debe proporcionar un válido y constante apoyo, en primer lugar el Clero parroquial de Roma, aquel Clero laborioso, celoso y modesto, al cual incumbe principalmente el cuidado y la responsabilidad de la salvación de las almas; a ella debe agregar vitalidad, fuerza y extensión el laicado católico de esta ciudad, el cual está siempre pronto para aportar su inteligente y caritativo concurso donde lo requiera el interés de la religión y el bien morale y material del prójimo.
A todos pues corresponde corroborar el carácter del pueblo católico, inspirándoles nobles y santos propósitos y previniendo al mismo tiempo a los incautos que bajo las inocuas apariencias de reuniones para jóvenes, de educadoras de señoritas, de escuelas de lenguas extranjeras, de aumento de cultura, de subsidios a familias indigentes se cela el reo designio de insinuar en las mentes y los corazones las máximas reprobadas de la herejía. Que todos los fieles sean penetrados de esta verdad, que nada puede haber de más valioso y más precioso que el tesoro de la fe, por la cual sus padres afrontaron impávidos no solo las privaciones y miserias, sino frecuentemente persecuciones violentas y la misma muerte. Y tal sentimiento de fortaleza no puede ser sino natural y profundo en el alma de esta Nuestra población, la cual bien sabe que la Iglesia Católica no solo posee notas divinas que la distinguen como la única verdadera y la única que ha recibido las promesas de la vida inmortal; sino también que ha derramado, en todo tiempo, beneficios incomparables sobre Roma, sobre la Italia y sobre el mundo, domando la barbarie con la justicia de las leyes y la dulzura de las costumbres, extendiendo como bien dice San León Magno (Sermón I en la fiesta de San Pedro y San Pablo), el dominio de la paz cristiana mucho más allá de los confines explorados por las águilas romanas, salvando las letras, las bibliotecas, la cultura y los monumentos; inspirando todo orden de ciencias y artes; viniendo en ayuda de los débiles, de los pobres y de los oprimidos con la generosidad de los afectos y la magnanimidad del sacrifìcio y del heroísmo.
Alimentamos por tanto la confianza que ninguno de los romanos, que son los hijos más privilegiados de la Iglesia Católica, querrá nunca, por ningún interés humano, separarse de esta ternísima madre, que después de haberlos parido a la gracia, no ha cesado de rodearlo con sus afectuosas solicitudes; como estamos también persuadidos que aquellos católicos generosos, los cuales fundaron y promovieron la mencionada obra de la Conservación de la Fe, no se darán tregua ni reposo mientras pueda estar en peligro la salvación eterna aunque sea de una sola alma, mostrándo así con hechos que, si los enemigos de la religión son más poderosos por la cantidad de riquezas, ellos los vencen con la amplitud de la caridad.
Suplicando por tanto el divino favor para bien conducir la gravísima empresa, impartimos de todo corazón a Vos, Señor Cardenal, a los Promotores de la pía Obra y a cuantos la favorecerán, la Apostólica bendición.
Dado en el Vaticano, el 19 de Agosto de 1900. LEÓN PAPA XIII.
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